Pbro. Rubén Darío García
La Palabra de este día está enmarcada en el capítulo 9 del libro de la Sabiduría, en el cual Salomón pide la asistencia de Dios para saber gobernar el pueblo a él confiado. En su oración, el rey manifiesta ser consciente de una indiscutible realidad: “Sólo Dios puede conceder la sabiduría” y es por esto que debe ser a Él pedida.
Salomón se da cuenta que la inmortalidad consiste en emparentar con la Sabiduría, esto es, en entablar una profunda amistad con ella (Sab 8,18). Pero ¿Cómo conocer la voluntad de Dios? ¿Cómo descubrir los designios de Dios? El ser humano es incapaz porque sus pensamientos son mezquinos, su mente está obnubilada a causa del pecado que le seduce y engaña. La oscuridad se entiende cuando las decisiones que se toman están motivadas no por la verdad, sino por los afectos o los intereses personales. No es objetiva, porque no puede desprenderse y ser libre.
Nuestro ojo no puede ver qué oscuridad tan grande. Así mismo, si no conocemos la esencia de la vida fácilmente nos podemos perder y hacer perder la existencia de los demás. La clave es pedir esta sabiduría con insistencia, con la certeza de que Dios podrá otorgarla.
Hace ruido a nuestros oídos la expresión de Jesús: “Quien quiera seguirme y no pospone padre, madre, hijos, esposa, esposo, y hasta su propia vida no es digno de mí”. Y del mismo modo: “Quien no renuncia a sus bienes no puede ser discípulo mío”. Nos damos cuenta que son dos renuncias importantes: la familia y el dinero. Ya los padres de la iglesia en sus orígenes nos han enseñado que para alcanzar la vida es necesario poner en orden tres realidades de nuestra existencia. El yo, los afectos y los bienes.
Poner en orden el yo es desapegarse de sí mismo, buscar agradar a Dios en todas las acciones, despojarse de la búsqueda egolátrica de aplausos y reconocimiento, del egoísmo enfermo que solo busca su interés y no está dispuesto a morir por el otro; de la soberbia que opaca la mente y el corazón impidiendo amar a quienes están a nuestro lado.
Los afectos desordenados producen esclavitud, porque se mueven en el escenario de la posesividad, en el cual dramatizan los celos, la envidia, el dominio del otro y la manipulación. Los afectos desordenados en la familia no hacen libre al ser humano, sino, por el contrario esclavo. Así se comprende por qué el Señor dice: “Quien no pospone madre, padre…” porque las relaciones intrafamiliares deben conducir a la libertad y a la verdad, lo que se salga de allí impide la felicidad de la persona. En Cristo hemos sido hechos libres, porque Él ha roto las ataduras de la muerte, solo Él nos ha hecho capaces de vencer la soberbia y el yo, muriendo en una cruz por nosotros: “Nadie me quita la vida yo la doy”.
El apego al dinero destruye la vida, porque achata la felicidad del ser humano. La necesidad de tener y de poder lleva al hombre y a la mujer a la frustración, pues les hace creer que no podrán tener la vida, ni poseer valía si el dinero no está presente.
“Busca primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás vendrá por añadidura”. “Si quieres ser perfecto vende tus bienes, da el dinero a los pobres y ven.. sígueme. El Reino de Dios es la armonía que produce paz. Vivir el Reino es poner en el justo lugar el yo, es ordenar los afectos al servicio de la vida y el dinero que encuentra su finalidad en el bien a los otros. Aquí está la verdadera sabiduría, la asistencia del Espíritu Santo hace que sepamos discernir dónde está el bien y dónde está el mal. Pero esta sabiduría hay que pedirla como lo hizo el rey Salomón: “Dame la sabiduría asistente de tu trono para que yo sepa lo que es grato a tus ojos y me asista en mis trabajos para que haga prósperas las obras de nuestras manos”. Esta Sabiduría= Espíritu Santo es lo único que necesitas para ser feliz.
Sabiduría 9,13-18; Salmo 89; Filemón 9b-10.12-17, Lucas 14,25-33
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