¡Cuántas veces decimos que el proceder de Dios no es justo! Por ejemplo, nos da piedra que “a los malvados les vaya bien”. En realidad debemos preguntarnos ¿cómo obramos cotidianamente? ¿Escogemos en todo el bien? La Palabra del Señor nos amonesta hoy: “Apártate del mal y obra el bien”.
El apóstol San Pablo suplica a cada uno de nosotros: “Entre ustedes tengan los los mismos sentimientos de Cristo, nada de buscar puestos, honores o fama. Por el contrario, consideren superiores a los demás y ante todo tengan entre sí la disposición de abrir el corazón a la misericordia entrañable. El profeta Ezequiel anuncia con insistencia: Quien se aparta del Señor, muere. Lo que equivale a decir: “Quien acoge al Señor en su ser, vive”. La muerte es la incapacidad de amar y por lo mismo la no posibilidad de obtener la verdadera felicidad.
Obedecer al Señor cuesta. Es más sencillo pedir que Dios haga mi voluntad y no salir de nuestro hábitat, seguridad, entorno. Desinstalarse nunca es fácil, es por esto por lo que el Señor viene a ayudarnos produciendo un éxodo en nuestra existencia: una traición, un juicio de otra persona, un engaño o cualquier tipo de sufrimiento, son expresiones de la ayuda tan grande que se nos entrega: la fe.
La realidad que nos circunda es muchas veces ajena al sufrimiento del otro; estamos marcados por el individualismo, el egoísmo, la prepotencia, la indiferencia.
Quien se arrepiente vive y le son perdonados todos los pecados. Muchos vivimos esclavizados de nuestros vicios, de nuestra soberbia, de nuestras ansias de reconocimientos. Somos llamados a la conversión. En ocasiones rechazamos al pobre, le marginamos y despreciamos; creyéndonos “buenecitos”, juzgamos a la trabajadora sexual, al drogadicto, al ladrón, al lujurioso, al avaro. Fácilmente señalamos y condenamos. Pero ¿quiénes somos nosotros para acusar y juzgar? Somos como el hijo del Evangelio de hoy que dice a su padre: voy, pero no fue. Rezamos y cumplimos bien nuestras devociones, pero cuando llega el momento de ayudar al otro, concretamente, sacamos el cuerpo y lo dejamos solo. Por el contrario, muchos hermanos que viven esclavizados en su vicios y pasiones, son más sensibles ante al sufrimiento del hermano, porque también han sufrido; muchas veces dejan de comer lo suyo propio, lo justo para ellos y dan lo que tienen a quienes lo están necesitando. Muchos no se sienten dignos de entrar en un templo, pero al momento de amar y dar la vida lo hacen realmente. Son como el hijo del Evangelio que dice “no voy” y luego va.
Algunos sobrevivientes de la tragedia acaecida en Armero, cuentan en su historia que el padre Pedro Ramírez, beatificado por el Santo Padre Francisco en Villavicencio, asesinado y arrastrado por las calles de la ciudad al día siguiente del “bogotazo”, el 9 de abril de 1948, fue abandonado en la calle y ninguno se acercó a él. Fueron “las prostitutas del pueblo”, quienes lo levantaron, le dieron sepultura y rezaron. Con lágrimas en los ojos aquellos hermanos que fueron despojados de todo, por la inclemencia del lodo en aquel momento, aseguran que la avalancha no tocó ni la zona de tolerancia ni el cementerio. Así lo cuentan ellos, dejando entrever un anuncio escondido que grita conversión.
La muerte es la incapacidad de amar y por lo mismo la no posibilidad de obtener la verdadera felicidad.
Ezequiel 18,25-28; Filipenses 2,1-11; Mateo 21, 28-32
Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia*
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