El tiempo de Pascua contiene una profunda alegría que brota del anuncio entregado en la noche de la Vigilia Pascual: “Cristo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró nuestra vida”.
Esta es la razón de esta alegría: “El Padre eterno ha restaurado la naturaleza humana elevándola sobre su condición original”. La naturaleza humana corresponde a la esencia del ser humano que Dios ha restaurado por medio de la muerte y la resurrección de Cristo.
El libro del Génesis en (1, 26) dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. La naturaleza del ser humano a imagen de Dios está constituida por la esencialidad del amor, porque Dios es amor en su esencia, luego el ser humano ha sido hecho capaz de amar de la misma manera como ama Dios: “Sean misericordiosos como es misericordioso su Padre celestial”, sean santos, porque Él es Santo.
El pecado ha destruido ontológicamente la naturaleza humana, incapacitándola para amar al desposeerla de su esencia: el amor. Por eso el hombre pierde la comunión íntima con Dios, pierde el árbol de la vida (Gen 2,9) y ya no puede ser plenamente feliz.
Así, por ejemplo, La belleza y la alegría de tener los hijos se transforma en acto doloroso y amenazante para la existencia al darle connotación de “obstáculo, óbice u “objeto” que demanda gastos económicos”; y la alegría del trabajo se convierte en carga pesada, fatigante y esclavizante: El gozo de vivir con otros para ayudarse y crecer juntos se ha convierte en individualismo y egoísmo. Hoy no es extraño ver al prójimo más como estorbo que como “don de Dios para mi existencia”.
La alegría de la Vigilia Pascual radica en el triunfo de Jesús en la Cruz: “La muerte ha sido vencida” y Jesús nos anuncia: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino por Mí”. Con Su Resurrección restaura nuestra vida y nos revela plenamente Su identidad:
1) Jesucristo es el Camino (para andar) para llegar al Padre, sigámosle, vivamos Su Palabra;
2) Él es la Verdad (para acertar) del Padre, la perfección del amor y la harmonía en la creación, así que amemos como Él nos ama, de manera eterna, pura y transparente; y
3) Él es la Vida (para siempre vivir) del Padre, vida de plenitud de la que el Padre nos hizo partícipes desde la creación.
Cristo nos une con el Padre, así lo decimos en la celebración de la Eucaristía: “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina, de quien ha querido compartir nuestra condición humana”.
Ya despidiéndose y prometiéndonos al Paráclito, Jesús enseña a los discípulos cómo cumplir su mandato dejando una organización para ir por mundo: ministros para el sacerdocio (la Palabra y la oración) y ministros (“ hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría ”) para el servicio (caridad, construcción de Comunidad). Así queda instituido el nuevo Cristo, el sacerdote, quien queda encargado de orientarnos, formarnos y dirigirnos, nuestro pastor. Y se abre el camino del laicado que se consagra y sirve a la Iglesia y a su comunidad bajo la dirección del sacerdote, bajo la luz del Evangelio y la Doctrina de Dios quien es eterno Presente.
Todo creyente se convierte en uno que anuncia con gozo el Evangelio, en todos los instantes de su existencia, y descubre que la mayor obra de caridad que pueda existir es la de anunciar con su vida que Jesús ha resucitado: Evangelizando con el ejemplo de nuestra propia vida. Palabra y Servicio unidos y complementándose ¿Cómo estamos cumpliendo nuestra misión?
Hech 6,1-7; Sal 32; 1 Pe 2,4-9; Jn 14,1-12
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