Una imagen pasó desapercibida para muchos a finales del año pasado, el Congreso de la República fue el escenario: el senador Álvaro Uribe en su curul, rodeado por la cúpula de las fuerzas militares y otros importantes generales. El encuentro duró una media hora y nunca se conoció el contenido del diálogo, aunque se dijo que era para que “le dieran de primera mano las explicaciones que no se entregaron en el debate”, haciendo referencia a la moción de censura que tramitaba el Senado contra el exministro de defensa Guillermo Botero luego de un bombardeo a una disidencia de las Farc en el que murieron 18 menores. Botero terminó renunciando antes de ser defenestrado por mandato del legislativo. Pero nunca se conoció el contenido del diálogo entre el senador y los jefes militares.
La imagen era clara: Uribe sentado en su trono y los militares parados en actitud de subordinación. Nunca había visto una escena en que los más altos oficiales de nuestra fuerza pública se inclinaran en actitud obediente ante un funcionario que no fuera el presidente de la república. Ni a los ministros de defensa han demostrado tanta obsecuencia. Y como una imagen vale más que mil palabras, esta escena era suficiente para demostrar que Uribe había recuperado el mando y control de la fuerza pública. ¿Acaso ante cualquier otro senador se inclinarían de esta manera los más altos oficiales para dar explicaciones o recibir instrucciones?
La llegada a la presidencia de Iván Duque como representante del Centro Democrático significó el punto de quiebre para la orientación de la fuerza pública, unido al nombramiento de un ministro de extrema derecha que nunca vio con agrado el proceso de paz y que siempre estaba listo a seguir sumisamente las instrucciones del expresidente Uribe. Guillermo Botero no fue solo el mandadero, fue un tremendo incompetente en el ejercicio de su cargo.
La retoma del poder militar se materializó con el cambio de cúpula en las Fuerzas Armadas en diciembre de 2018. Salieron quienes habían conducido a los uniformados durante el proceso de paz con las Farc y habían estructurado el paso a una nueva condición de la fuerza pública en el posconflicto, lo que demandaba obviamente una nueva doctrina, o sea, un cuerpo de ideas fundamentales que sean la base de cualquier actividad militar o policial. El poder volvía a Uribe.
Lo que parece que nunca entendieron el presidente Duque, el senador Uribe, el Centro Democrático, buena parte del partido Conservador y la derecha dura, es que el tiempo no se podía devolver, que la tierra no podría girar en sentido inverso, y que el acuerdo de paz con las Farc ya estaba consumado. Pesó mucho más su ideología que la realidad, y en el proceso de imponer su pensamiento se están llevando por delante el activo más importante que ha construido la sociedad colombiana desde la Constitución de 1991: el acuerdo de paz.
Los nuevos falsos positivos, el nuevo conteo de cadáveres, las nuevas chuzadas, el incumplimiento de una buena parte del Acuerdo del Teatro Colón y los militares de oscuro pasado que ascienden en la jerarquía, son consecuencia de esta nueva vieja doctrina uribista de la fuerza pública. Y el asesinato sin pausa de líderes sociales y de reinsertados de las Farc no se ha podido contener de manera efectiva en buena parte por la incapacidad de responder a las realidades del posconflicto. Por un lado esto se debe al regreso de prácticas inspiradas en ideas obsoletas; por el otro, debido a la incapacidad de generar los cambios que requieren las fuerzas armadas en un escenario de paz con lo que fueron las Farc y de necesidad de doblegar al variopinto conjunto de actores armados y delincuenciales que están sometiendo vastas regiones del país. Uribe, como dueño del Centro Democrático y del espíritu del Gobierno, quiere deshacer lo andado y regresarnos a la caverna. A esto estamos obligados a oponernos quienes pensamos que una sociedad distinta, sin miedo y sin violencia es posible.
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