Morir es empezar el olvido. El cuerpo deja de hacer su metabolismo, el cerebro ya no bulle y el corazón pierde el ritmo por completo; ahora el alma asciende y permanece, en parte, en la memoria con el fin de no desvanecer. El recuerdo se torna vital.
Lo que me queda de mi tía Clarita lo obtuve hace alrededor de 50 años y se entreteje con los recuerdos de una infancia feliz. Todo niño de 4 años adora a su padre y la hermana mayor de ese padre es, por supuesto, fascinante. Me encanta lo borrosas que son esas imágenes del pasado, donde el color de fotos a color desteñidas se mezcla con relatos de hechos que se expanden y pierden su contorno como pintura en aceite. Estas imágenes con cada toque al caleidoscopio adquieren otra constelación que regocija el alma, no hay pesar, no hay lluvia y no hay tensión. La veo en el corredor de la casa de la hacienda Playa Rica; la veo en su casa de la carrera 20 y la recuerdo en Bogotá de visita, pero no sabría dar una fecha de cuándo fue eso y me siento incapaz de dar una explicación del porqué estaba ella o yo allí.
Mas hay un recuerdo que nunca pierde nitidez y es su voz. Oigo a mi tía Clarita con claridad siempre, nada fluye o pierde forma. Es una voz cálida saturada de ánimo, humor y un natural cariño. ¿La oí brava alguna vez? No, exaltada tal vez, porque los Hoyos somos apasionados y, por qué no decir, vehementes. Mi tía Clarita era una mujer de esas que son indispensables para vivir una infancia feliz, sin la presencia de una persona como ella no acontece esa época dorada que queda muy atrás en el tiempo, pero completamente presente en el corazón. Claro que habitaban el planeta Playa Rica más personas, estaba la inteligente tía Lina y la siempre activa tía Inés Elvira, por supuesto los abuelos doña Clara y don Jorge, y una pléyade de primos, pero la tía Clarita ocupaba un lugar destacado. Con su muerte todos los sobrinos perdemos un pedazo de nosotros mismos y la historia de Playa Rica sufre un remezón.
Comentaba ayer con mi primo Juan Carlos que era ella única en ese ramillete de hermanos de carácteres fuertes y definidos y concluíamos que era ella la más liberal de sus hermanos, siendo muy goda. Era tolerante y abierta, siempre interesada en dialogar sobre cualquier tema ya sea para enseñar o para aprender. Inspiraba bondad y confianza, tenía tiempo y gusto para todos.
Tenía otra bella característica: su optimismo. Clarita Hoyos invariablemente veía el vaso medio lleno y estaba siempre dispuesta para aportar y llenarlo del todo. Poseía ella la autoridad de una matrona fuerte e inteligente que como faro orientaba a su prole.
Para mí y no sé por qué era Clarita Hoyos la viva prolongación de esa otra generación de parientes que poblaban las conversaciones familiares. Hablo de sus tíos abuelos Jaramillo Montoya, por ejemplo. Ella me contaba que don Rafael Jaramillo Montoya la recogía en Bogotá en el Colegio Sacre Coeur y la llevaba a ver fútbol, él era hincha del Santa Fe y por ende ella también. Los ademanes, ideas y actitudes de ella, me parecían ser las de ellos. Ella, al ser la sobrina y nieta mayor tuvo un estrecho vínculo con ellos que marcaron su personalidad. Esa autoestima rebosante de los Jaramillo; la persistencia de los Hoyos; la vena artística de los Villegas, todas esas características las veía yo en mi tía.
Manizales, gracias Dios, cuenta con varias reinas que la ciudad recuerda con cariño y Clarita Hoyos, la Reina del Centenario es una de ellas. Estas damas nos encantan en todo el sentido de la palabra y nos inspiran sentimientos tan preciosos, que se comparan solo con la belleza física de ellas mismas.
Creo que el olvido recogerá una muy magra cosecha en el terruño de mi tía Clarita. Su memoria perdurará por largo tiempo en muchísimas personas convirtiéndose en esperanza.
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