El viejo barrio se ha empequeñecido con el tiempo como sucede con la gente cuando envejece. Soy uno o dos centímetros más chiquito en relación con la estatura que figura en la cédula. Podrían detenerme por falsedad en documento público.
Sería la segunda vez que pague cana. La primera fue cuando me metieron a la bola (carro de la policía) por jugar fútbol en la calle. A punta de lágrimas me ahorré tenebroso “abogánster”, o abogados de los que posan sonrientes para la foto al lado del prominente cliente.
Sigue en su sitio la escuela donde nos desasnaron. Visité a la esquina donde pegábamos el grito de independencia doméstico. La cuadra era la patria chica de todos. Allí aprendimos a decir palabrotas, a juntarnos con malas compañías y a desobedecer. La clásica universidad de la calle.
Nos metían a Dios por aire, mar y tierra. Éramos de misa y comunión. Todo era pecado. Nacíamos sobregirados por cuenta del pecado original. La culpa me sigue respirando en la nuca.
Desde mis días de chinche he tenido la calle por cárcel. Temprana forma de ejercer la libertad. La calle siempre será el mejor cuarto de la casa. O del apartamento si no se cae por deficiente construcción…
Apagábamos la sed con Kol-Kana, Carta Roja o Vinol. ¿Música, maestro? La banda musical corría por cuenta de la Sonora Matancera, amén de tangos, rancheras, pasodobles. Nuestro mundo era en blanco y negro, los colores de la nostalgia.
Encontré pavimentadas las calles donde practicábamos la religión llamada fútbol; jugábamos bolas, arroyuelo, trompo, nos colgábamos del tranvía, elevábamos cometas.
Dioses piernipeludos, creábamos juguetes de la nada: zancos, pirinolas, carros de balineras, revólveres de madera, guascas para arrastrarnos en las faldas, yoyos.
La "abundancia de escasez" de dinero nos volvía imaginativos. Corríamos la vuelta a la manzana, jugábamos pisingaña y escondidijo, degradado a escondrijo por la Real Academia.
Padecíamos las primeras emboscadas del amor. Mataban gallina cuando llegaba un bebé, la radiola, el teléfono, el televisor.
Una forma de “bullyng” consistía en obligarnos a pasar por debajo de la registradora del bus o del tranvía para ahorrar. Llevar pantalones corticos era otro suplicio. Mientras descubríamos el mundo íbamos construyendo el futuro.
Había acuartelamiento en casa a partir de las seis o siete. En las noches escuchábamos radionovelas y leíamos. En esas jornadas se fueron definiendo los verbos con los que me ganaría y me gozaría la vida: leer y escribir.
De esa época data el primer libro que tuve: Los tres pelos del diablo. Desde niño me hice amigo personal de Pulgarcito y de Gulliver.
Los domingos, el menú incluía turismo de una estrella en el Parque de la Independencia, actual Jardín Botánico. O veíamos aterrizar aviones en la cabecera del aeropuerto. El cine, en glorioso blanco y negro, amerita plato aparte.
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