Los colombianos tenemos “próceres de la independencia”, los gringos, “padres fundadores”. La presencia de personajes como George Washington, Benjamin Franklin, John Adams y Thomas Jefferson en el discurso político y la cultura popular estadounidense es recurrente. Su influencia sobre la cultura política y las instituciones de ese país es arraigada y extendida. Tres de esos padres fundadores, James Madison (cuarto presidente de Estados Unidos), Alexander Hamilton (primer secretario del Tesoro) y John Jay (primer presidente de la Corte Suprema), publicaron en la prensa neoyorquina, entre 1787 y 1788, una serie de artículos escritos bajo el seudónimo “Publius” y conocida como los documentos federalistas (The Federalist Papers). El propósito de esos artículos era el de persuadir a los neoyorquinos sobre la conveniencia de ratificar la Constitución de 1787 aprobada por la Convención de Filadelfia.
Los federalistas fueron guiados por una suerte de realismo antropológico según el cual, las opiniones políticas de los ciudadanos están estrechamente vinculadas con sus pasiones e intereses. Así las cosas, las decisiones del gobierno sobre cada asunto debían buscar la moderación y era necesario que las instituciones fueran diseñadas para evitar que una facción, es decir, un grupo ora minoritario ora mayoritario de ciudadanos con pasiones e intereses comunes y adversos a los derechos de otros ciudadanos o al bien público, pudieran imponer su voluntad sin restricciones. Las instituciones del estado de derecho debían funcionar entonces como un estado de control del poder para evitar eventuales abusos de una u otra facción. Los federalistas entendieron que un aspecto fundamental de esa arquitectura institucional corresponde a la separación de las tres ramas del poder público (ejecutiva, legislativa y judicial) y al establecimiento de un sistema de pesos y contrapesos entre ellas.
Ese sistema de pesos y contrapesos es precisamente el que funcionó para evitar que Trump y sus fanáticos seguidores anularan el triunfo electoral de Joe Biden. Los jueces desestimaron las infundadas demandas de Trump contra los resultados de las votaciones (en las urnas y en el Colegio Electoral) y funcionarios como Brad Raffensperger, secretario de Estado de Georgia, resistieron con entereza la fuerte e indebida presión del delirante presidente. Pesó más en la voluntad de Raffensperger el apego a las reglas que la lealtad a un partido republicano cuyos líderes, arrastrados por su ambición, aceptaron el manejo personalista de su colectividad. Hoy varios de ellos, luego de los cruentos hechos del 6 de enero, intentan tomar distancia de un expresidente que, en sus últimos días en la oficina oval, llegó a su nivel más bajo de aprobación (29%), según una encuesta del Centro de Investigaciones Pew. Sin embargo, un individuo que apelando más al tribalismo que a la razón obtuvo 74 millones de votos, sigue teniendo una importancia política que no se puede desestimar. Seguramente, el trumpismo será un obstáculo para Biden en su tarea de deshacer el legado de su antecesor y lograr la reconciliación y la unidad que prometió en su discurso inaugural.
Los mismos pesos y contrapesos que protegieron el triunfo de Biden pueden volverse en contra de sus propósitos de reforma. En un sistema de controles recíprocos, los objetivos ambiciosos terminan forzados hacia la moderación. Lograr reformas significativas sin derrumbar las instituciones y sus mecanismos de control es un reto para genuinos o genuinas estadistas. En Colombia, la más exitosa facción política de las últimas décadas ha invocado al “estado de opinión” para deshacerse del estado de derecho. Desmontar los pesos y contrapesos es pavimentar el camino hacia la arbitrariedad.
Nota: A propósito de nuestros próceres, vale la pena volver a ver “crónicas de una generación trágica”.
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