El 20 de enero de 1981, el carismático líder republicano Ronald Reagan, pronunció su primer discurso inaugural como presidente de los Estados Unidos. El segundo fue en 1985 tras haber vencido por un amplio margen al candidato demócrata, Walter Mondale, quien había sido vicepresidente de Jimmy Carter, el candidato derrotado en 1980. Reagan y Carter no podían ser más diferentes: el primero, un actor que tuvo éxito como gobernador de California (al igual que Arnold Schwarzenegger quien también es republicano), con una visión política conservadora y neoliberal, aunque ambas cosas -diría el filósofo conservador Roger Scruton, severo crítico de Margaret Thatcher- no siempre son compatibles. De hecho, en esa ocasión, Reagan hizo aquella afirmación que llegaría a convertirse en una suerte de mantra para los neoliberales: “el gobierno no es la solución a nuestros problemas… ¡el gobierno es el problema!” En cambio, Carter, quien está por cumplir 96 años: un demócrata sureño, defensor de los derechos civiles y de las políticas del Estado de Bienestar y posteriormente, en 2002, premio Nobel de paz. Reagan gobernó ocho años. Carter sólo cuatro.
A pesar de sus enormes diferencias tanto de trayectoria como de perspectiva, ambos compartían un profundo respeto por la tradición democrática y constitucional estadounidense. En ese memorable discurso de 1981 Reagan recalcó el carácter solemne pero habitual de la ocasión: la ordenada y pacífica transferencia de poder que había tenido lugar en forma rutinaria en su país por casi doscientos años. En ocasiones como esta “pocos de nosotros -recalcó Reagan- nos detenemos a pensar cuán únicos somos realmente”. Y añadió: “Ante los ojos de muchos en el mundo, esta ceremonia de cada cuatro años que nosotros aceptamos como normal es nada menos que un milagro”. Acto seguido, agradeció al presidente Carter todos sus esfuerzos por preservar esa tradición y la amable cooperación de él y su equipo durante todo el proceso de transferencia del gobierno. Para Reagan, el gobierno saliente mostraba al mundo que los estadounidenses eran un pueblo unido comprometido con las libertades individuales y con la preservación de una tradición considerada como “baluarte de la república”.
En enero de 2017, Barack Obama mantuvo esa tradición y ofreció todas las garantías a Donald Trump cuyo discurso inaugural, anunciando que le devolvería el poder “al pueblo”, parecía plagiado de un discurso de Bane, uno de los villanos de las películas de Batman. El mundo ahora está a la expectativa de lo que sucederá en los próximos dos meses. Trump parece dispuesto, si los resultados no le favorecen ni en las urnas ni en el colegio electoral, a romper esa tradición de transferencia ordenada y pacífica de poder que tanto apreciaban Reagan y Carter. De hecho, viene haciendo denuncias anticipadas de fraude en la votación por correo sin presentar una sola prueba concreta. Su retórica sin evidencia busca exacerbar los ánimos de muchos de sus frenéticos seguidores. Entre ellos se encuentran grupos racistas que ya han demostrado su escasa aversión a la violencia. Trump sugiere que el único resultado que está dispuesto a respetar es aquél que le permita seguir viviendo otros cuatro años en la Casa Blanca, alentando el odio en su propio país, saboteando los escasos esfuerzos globales por hacer frente al cambio ambiental e imponiendo su agenda a gobiernos arrodillados como el nuestro. Esperemos que el discurso inaugural en Washington, en enero de 2021, no marque el final de la transferencia pacífica del poder. Como señaló ayer, en estas páginas, Ricardo Correa, la suerte de los gringos no es lo único que está en juego.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015