En toda profesión y oficio hay gente mediocre y gente notable. Entre los políticos profesionales hay de todo como en botica. Hace años, en algún grafiti decía: “El sector público es el sector privado de los políticos”. En efecto, muchos ejercen la política con animus furandi, es decir, con ganas de robar. En esa categoría caben mercachifles que intercambian, eso sí, con recursos públicos, chichiguas por votos; lagartos que aplican aquello de “si no le gustan mis principios, le tengo otros” y militan entonces, sin vergüenza, en cualquier partido y sirven en cualquier gobierno; miembros de clanes empresariales que hacen de la política una rama más de sus negocios y para quienes el Congreso de la República es como un supermercado en el que se compran y venden las leyes. Así como a los demás supermercados, al Congreso ya le nombraron su gerente: no tiene ideas, no tiene programas, nadie en el capitolio conoce su voz, pero dicen que canta muy bien. Sin embargo, también hay políticos con ideas, anhelos y propuestas, aunque no siempre con el carisma o el liderazgo suficiente para ejercer una gran influencia en las políticas públicas o despertar el fervor popular.
Hay otros políticos que sobresalen lo suficiente como para ocupar, no tanto una curul o un cargo, sino un puesto destacado en la historia. En la política del siglo XX en Colombia hay un nombre notable: Álvaro Gómez Hurtado. Hace unos días terminé de leer “Álvaro. Su vida y su siglo” publicado el año pasado por el escritor payanés Juan Esteban Constaín. Es un ensayo ágil, sin aspavientos académicos y bellamente escrito, que lleva de la mano al lector en un agradable recorrido por los episodios más significativos en la vida de este conservador culto, políglota, reflexivo, tímido y audaz, entreverados con las páginas plagadas de violencia, esperanza y tragedia en las que se ha escrito, ora con sangre ora con sudor, la historia colombiana.
Debo confesar que el tono apologético del libro me incomodó un poco. Comparto con Constaín el que es equivocado atribuirle a Álvaro y especialmente al controvertido Laureano, su padre, toda la responsabilidad por atizar la violencia de mediados de siglo. La guerra nunca la hace uno solo. No obstante, es imposible desconocer que invitar a “hacer invivible la república” y considerar para ello “la acción intrépida y el atentado personal” amerita un juicio menos indulgente que el de Constaín. Igualmente, el “desarrollismo” de Álvaro, la idea de priorizar el crecimiento económico desatendiendo la redistribución (cuando la historia económica muestra que la desigualdad constriñe el crecimiento), y su oposición a las propuestas de reforma agraria de los dos Lleras, merecen un examen más crítico.
No obstante, Álvaro era un político muy superior a la mayor parte de sus contemporáneos. Su padre y él se comprometieron con ese acuerdo de paz imperfecto, como todos, que fue el Frente Nacional. Gómez promovía debates y hacía política con ideas mientras los políticos “curuleros”, liberales y de su propio partido (entre ellos muchos pastranistas), tejían complicidades que fueron configurando esa subordinación del interés público a la política del cambalache que Gómez bautizó como “el Régimen”. Al régimen pertenecen los que ordenaron su asesinato. Para él como para los filósofos conservadores anglosajones, el conservatismo era una actitud, un talante que no se opone al cambio ni a la innovación pero que reivindica la prudencia. Gómez Hurtado fue uno de los artífices de la Constitución Política de 1991, la misma que ahora, a punta de rabia y alaridos, una derecha mucho menos reflexiva, menos culta, menos prudente e incluso, menos conservadora, quiere desmontar.
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