Gran alboroto generó por estos días el nuevo ministro de educación en Brasil, Abraham Weintraub -reemplazo del colombiano nacionalizado brasileño, Ricardo Vélez, quien salió por la puerta trasera del gabinete-, cuando afirmó que el gobierno estudia reducir la inversión que le asigna a las facultades de filosofía y sociología en las universidades públicas de todo el país.
La propuesta fue respaldada de inmediato por el presidente Bolsonaro a través de su cuenta en Twitter, desde la que afirmó que el objetivo del Gobierno es “enfocarse en áreas que generen un retorno inmediato al contribuyente, como veterinaria, ingeniería y medicina”. El enfoque de sus palabras no es menor, porque permite dilucidar para dónde va la cosa; según Bolsonaro, el gobierno tiene que enseñar a los jóvenes “un empleo que genere ingresos”, para así “mejorar la sociedad alrededor”.
Ése es el punto, pues: hacer plata. Continuar alimentando la dinámica de una sociedad que mide el éxito de acuerdo a lo que cada uno logre conseguir, no importa cómo. Una sociedad enfocada en el consumo, como explicó el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (ya que estamos hablando de estas profesiones de segunda), donde todo es efímero, obsoleto y reemplazable. Porque aunque eso sucede en Brasil, podría ser perfectamente aquí mismo o en cualquier país de Occidente.
Lo interesante de la medida -que de llegar a aplicarse resultaría fatídica-, es entender la forma cómo nuestra sociedad continúa evaluando el éxito y el fracaso. Pero, sobre todo, desentrañar el mensaje implícito que va con ella: los filósofos y sociólogos y todos aquellos que estudian humanidades están perdiendo el tiempo, porque no necesitamos gente que lea o escriba libros o malgaste su vida en cosas que no lleven a producir más y más.
En resumen, las humanidades no aportan. Y aunque uno piense que esa es la lógica básica, al menos en principio, la realidad es mucho más preocupante; sospecho que detrás de esa excusa de producir -aunque también-, se esconde, sobre todo, un miedo implícito a lo que ese tipo de profesiones producen: gente que piensa por sí misma, que no sigue rebaños, que es capaz de discernir y argumentar y decir no cuando está mal. Gente que no es sumisa, que tiene la habilidad de pensar la sociedad en la que vive y alzar la voz cuando se debe. Eso es lo que ningún gobierno quiere, y si no miren el que tenemos aquí, tan sensible a la crítica, tan oscuro.
En fin: me faltaría espacio para explicar por qué las humanidades son tan imprescindibles aunque se pueda vivir perfectamente sin ellas (de hecho, muchísima gente lo hace). Baste con decir que, aunque no nos haga necesariamente mejores personas, una vida alimentada por la filosofía, los libros, la literatura, la música y el arte, es una vida más rica y prolífica, aunque no necesariamente más feliz. Pero ésa es otra historia. Como sea, esperemos que la propuesta del país vecino se quede solo en el papel; de lo contrario, resultará muy triste ver cómo, poco a poco, este mundo retrocede otra vez hacia una derecha tan obsoleta como tentadora.
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