Mientras pensaba qué escribir para esta columna recordé que tiempo atrás había leído, en ese libro maravilloso que es “Gabo, periodista”, una columna viejísima de nuestro premio Nobel —escrita, creo, para su Jirafa de El Heraldo, de Barranquilla, por allá en la década del cincuenta—, en la que se gastaba todo su espacio en el periódico explicando que no había encontrado tema para escribir lo que estaba escribiendo. Lo hacía, por supuesto, desplegando toda la maestría de esa pluma que más adelante lo llevaría a escribir bellezas como la de esa vez en que José Arcadio Buendía lleva a Aureliano a conocer el hielo, y un gigante que lo custodia abre la caja para que lo aprecien por primera vez: “Dentro solo había un enorme bloque transparente —escribe García Márquez—, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo”.
En fin. Mi idea era releer esa columna sobre la dificultad de escribir una columna de opinión, y cómo a veces, tantas, los columnistas se ven (nos vemos) en tremendos apuros para escoger un tema. Mi intención era mostrar lo difícil que resulta con frecuencia ejercer de opinador en un país que tiene tantos y tantos llenando ríos de tinta en los periódicos o en blogs, redes sociales y demás: hoy no es difícil encontrar opiniones ni espacios, qué va, pues todos criticamos con una facilidad irresponsable; más difícil, creo, es encontrar lectores que logren pasar la barrera del tercer párrafo.
Quería, pues, ver otra vez cómo hizo Gabo para salir airoso de la página en blanco, y la manera en que lograba mantener la atención de los lectores hasta el final, a pesar de que no estaba contando nada. Recordaba, más o menos, que en la columna narraba la forma en que había esbozado varios temas, que luego había desechado por distintas razones. Un problema común de los opinadores, diría.
La idea era escribir una columna que explorara ese mismo temor, o que mostrara la irrelevancia de la gran mayoría de opinadores de oficio —incluyéndome, por supuesto—, porque a fin de cuentas casi todos los lectores leen para reafirmar sus maneras de pensar y desechan de tajo lo que va en contra de su pensamiento, así funciona. Todo eso quería, digo, pero resulta que me pasé un buen rato clavado en las páginas del libro y no la encontré; miré en el índice, busqué en las páginas donde creí haberla visto, releí algunas otras y nada: en vano.
Sí encontré, en cambio, otra columna titulada Fastidio de domingo, fechada el 7 de febrero de 1950, en la que el Nobel explica que no solía escribir los domingos porque era un día “equivocado, inútil, que debió pasarse de contrabando cuando los astrónomos tomaron las medidas del tiempo humanamente soportable”. Domingo por la tarde, vea pues: justo el día en que escribo esta columna sobre nada. Así que si llegaron hasta aquí y pensaron que me dejé coger la noche y me quedé sin tema, no tengo ninguna autoridad para contradecirlos. Lo mejor es que, al final, tampoco pasa nada.
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