Vivimos en la época del emprendimiento. El coraje, como símbolo característico de quienes se atreven a superarse a sí mismos, se ha trasladado de las batallas a los negocios. La valentía, inteligencia y astucia se anclan como fundamentos del empresariado moderno en un contexto de globalización, en el cual las distancias han desaparecido y se propugna por un crecimiento constante. Con pocos dólares y una gran idea se han creado imperios millonarios que operan en la actualidad como compañías transnacionales. Ríos de tinta han corrido para escribir las historias de Google, Facebook, Twitter, Airbnb o Uber. Sin embargo, en nuestro entorno muchas propuestas se vienen gestando con igual potencial para impactar positivamente la vida de las personas. Emprendedores criollos, que con determinación y sagacidad han decidido incursionar en diferentes sectores para hacer realidad una quimera acariciada con fervor, se encuentran marcando un sendero que las próximas generaciones ya piensan imitar.
Nuestros visionarios han aprendido que del barro también se construyen estatuas. No les tiembla la mano para reunir en ellos mismos todas las funciones que exige su proyecto: compran en la mañana los menajes necesarios, venden con improvisadas estrategias de marketing, asean sus espacios, registran sus transacciones en sus sistemas contables y en la noche acuden en busca de cursos de especialización que les permita mantenerse a flote en medio de un mercado golpeado por las fatalidades de la política. Estos hombres y mujeres son los verdaderos titanes de la economía colombiana, responsables del 80% del empleo formal y de 40% del PIB en nuestro país.
Esta nueva casta debe tener una cimentación diferente, anteponiendo los principios al beneficio y el desarrollo humano al provecho personal. Una orientación donde los axiomas de Amartya Sen sobre la economía del bienestar sean una realidad y no una ilusión romántica. Para alcanzar tales postulados, los emprendedores modernos cuentan con virtudes excepcionales. Piensan en grande, planifican, diversifican, se actualizan, se informan, definen sus metas con claridad y materializan su realización, identifican sus mecanismos de financiamiento, pero ante todo, mantienen las agallas para no desfallecer en su sueño.
El Gobierno Nacional no puede ser ajeno a esta realidad. No se trata solo de impulsar la economía naranja a través de la vieja fórmula de reducción temporal de impuestos durante los primeros años de operación o de la realización de foros sobre industrias creativas en algunas capitales. Ese es un flaco resultado para un Estado moderno. Se requiere ir más allá. Ser audaz en las políticas y efectivo en su ejecución. Urge la adopción de un paquete de medidas que inicie con la equiparación permanente de la tasa de tributación con países más atractivos para la inversión extranjera. Actualmente la media mundial de la tarifa impositiva total se ubica en el 40.3%, mientras que Colombia asusta con un 71.9%, siendo con ello el octavo país con los impuestos corporativos más altos. En el mismo sentido se requiere ampliar la oferta exportable para consolidarnos en el segmento de servicios, que representa menos de 5% en conjunto con otros sectores, lejos de los bienes básicos que someten el crecimiento e inversión estatal, al albur de las fluctuaciones internacionales de la industria extractiva del cual dependemos en un 53%. No se pueden descuidar otros sectores. Llama la atención que mientras el dólar aumenta su precio, exportamos menos cuando deberíamos exportar más. Ello lo refleja la reciente baja del 4,3% en las transacciones de manufacturas, dejando pasar una oportunidad de oro para incrementar los ingresos en un grupo sensible de la economía nacional. Semejante inercia desdice sobre la capacidad de las autoridades que no aprovechan la oferta nacional para incrementar ventas en rubros no tradicionales. Complementariamente es necesario evaluar el papel de las Cámaras de Comercio en las jurisdicciones donde operan. Su gestión deja la sensación que su rol se circunscribe únicamente a cobrar, con mucha efectividad, los valores de renovación de matrícula mercantil y expedición de certificados de registros públicos, pero más allá, no se ven sus acciones en beneficio de un empresariado que requiere adaptarse cada día a un mundo cambiante.
El emprendedor es un soñador. Su vida está llena de ilusiones, esperanza y determinación. Los gobiernos deben contribuir con el crecimiento de sus sectores productivos, no frenarlos. Mientras ello no ocurra nuestros emprendedores buscarán con su valentía lo que el Estado no les otorga.
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