Cada persona sopesa sus semejantes de diferentes maneras. Algunos consideran la valía humana en función de la cantidad de cifras en las cuentas bancarias, o debido a las proezas que puedan ser registradas en amarillentos folletos de historia, o por la dimensión de los libros que han escrito, o por el poder que hayan ejercido o, incluso, por las vidas que se atrevieron a arrebatar. De hecho, nuestro análisis resulta tan subjetivo que aplicamos diferentes fórmulas de acuerdo con cada individuo. Por esta razón, deseo dedicar estas palabras al amor desinteresado, el que no se encuentra ligado por vínculos filiales, sentimentales ni naturales, aquel que se obsequia a quien lo necesita y que se reserva para aquellos que lloran en horas oscuras sin un aparente consuelo a su lado. Gloria Arango prodigaba esta clase de amor.
En los anaqueles de la memoria aún puedo rememorar el momento que ella ingresó a nuestra vida familiar. En una tarde opaca, de esas que apagan los sueños y ensombrecen las esperanzas, acudimos a ella (una desconocida para entonces) en busca de consuelo. Un momento amargo había tocado los pórticos de nuestra morada y urgíamos la ayuda de extraños de superarlo. Por aquella época era yo un pequeño de escasos 10 años que vivía en una fría casa situada sobre la calle 23 de Manizales. Gloria habitaba en la planta baja junto a su esposo Pepe y sus dos hijos Jimmy y Bryan. Entonces era una mujer de edad madura, amable, fuerte, rozagante, poseedora de una confianza nata y de un carácter jovial que adoptaba de forma natural ante los percances de cada día. Nunca la vi triste, deprimida o decaída. Ella sabía que los sinsabores son parte natural de la existencia y que sobreponerse hace parte del destino ineludible para todos los seres humanos. Con la bondad de su corazón nos extendió su mano, su soporte y consuelo durante los momentos más difíciles en esta ciudad y sin pedir nada a cambio nos adoptó a mi madre, a mi hermana y a mí, como parte de los suyos.
Durante estas horas aciagas, su presencia fue un oasis en medio del desierto. Su techo fue el nuestro, en su mesa alimentamos nuestros cuerpos y en sus consejos soportamos los embates del destino. En ella encontramos una verdadera abnegación y una genuina bondad hacia extraños que todos los días tocaban su puerta en búsqueda de ayuda. Ella permitió que un pequeño de 10 años encontrara en su hogar el suyo propio e hiciera de sus hijos sus hermanos. Gloria fue una madre y una hermana para nosotros. El destino, travieso e incierto como es, separó nuestros caminos y solo volvimos a reencontrarnos hace un par de años. Nunca dejó de ser la misma persona que, en palabras de Guillermo Valencia, fue “noble, sincera, cariñosa y franca”. Regresó a nuestra vida con la misma jovialidad que llenaba espacios.
Hace dos días Gloria perdió la batalla contra el covid-19. Su cuerpo no soportó más el ataque de la enfermedad y sucumbió. Hoy su lecho está vacío al igual que nuestros corazones y sus hijos y nietos lloran a una madre y abuela excepcional. A ellos les extiendo un sincero abrazo en estas luctuosas horas.
Hoy Gloria Arango representa a miles de personas que han perdido su vida contra un enemigo mortal e invisible, que no conoce barreras y que ataca por igual a ricos y pobres, a ancianos y niños, a nobles o criollos. La pesadumbre que hoy sentimos sus allegados es la misma que hoy perciben, los padres, esposos, hijos o hermanos de quienes han partido ante la impotencia que produce luchar contra lo inevitable.
Las lágrimas brotan por Gloria; también por Andrea, Rebeca, Diana, Sandra, Sonia, Sofia, Raquel y todas aquellas mujeres que nos han dejado a causa de esta terrible pandemia y cuyo amor hoy extrañamos. En la eternidad y junto al creador esperamos reencontrarnos.
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