Es común idealizar otros destinos mejores que el lugar donde hemos anclado nuestra vida. Se fabrican relatos de cuentos de hadas, donde la magia de tierras desconocidas o nombres de lugares extraños hechizan e hipnotizan la mente de quien los pincela imaginariamente. Este fetiche ha sido una constante en la historia y ha servido para marcar hitos que trascienden los siglos. Marco Polo con su obsesión por visitar el oriente, Cristóbal Colón y su empresa empeñada en acortar el camino a las Indias, o los Padres Peregrinos que hicieron de las Colonias Americanas el origen de los Estados Unidos, representan de manera excepcional el valor que se requiere para migrar.
Estas quimeras tienen múltiples orígenes. Podría ser una pequeña fantasía producida por una casual fotografía, o una palabra fugaz en la conversación con un amigo, o tal vez un lugar anclado en la lectura de una prosa nocturna. Sin importar la causa, el resultado concluye con un trotamundos que con dos maletas se encuentra preparado para recorrer el mundo, con más sueños que efectivo y con una esperanza infinita en un futuro incierto. Todos hemos acariciado estas aspiraciones alguna vez. Intelectuales que anhelan mejores destinos para sus investigaciones, deportistas que fantasean con jugar en el exterior, comerciantes que suponen mejores oportunidades en otras laderas o estudiantes que planean una estancia en prestigiosas universidades extranjeras.
Este fenómeno ha impactado la sociedad colombiana en todos los órdenes. La extranjerización de nuestra contemporaneidad nos impulsa a “imitar” el modo de vida de otras latitudes, desconociendo el valor que poseen nuestras propias raíces. Ignoramos que esa quimera idílica del migrante también se encuentra colmada de desmayos, trabajos y esfuerzos que raramente se realizan localmente. Nada le resulta sencillo a quien emprende un viaje de estas características. Desde el momento que con ilusión se prepara el equipaje y debe guardar su existencia en un par de valijas, o la travesía que el éxodo mismo representa en medio de una compleja carga emocional, o su posterior inserción en una cultura extraña, ajena a sus costumbres que posee sus propias leyes y reglas que le resultan desconocidas, o la adaptación a un nuevo entorno social que le exige moldear su carácter para adecuarlo a aquel contexto, o la dificultad natural para ubicar un lugar para residir cuando quien llega es un desconocido en un medio que se cierra ante la migración, o los aprietos iniciales para asumir los elevados costos de los productos básicos en razón a la diferencia cambiara que se convierte simultáneamente en un disuasor y motivador de aquella aventura, o la diferencia climática que cuando se presenta parece quebrantar el espíritu, o la inevitable sensación de orfandad que implica hallarse y distante de los lazos afectivos que construimos en nuestras naciones y ni qué decir de la barrera idiomática que incrementa todos estos escollos de manera exponencial.
La migración es un fenómeno global que beneficia y afecta por igual a millones de personas. Ninguna nación sobre la tierra se encuentra exenta de esta dinámica que se ha traducido en cifras macroeconómicas que impulsan el consumo en países en vías de desarrollo gracias a las divisas que reciben sus ciudadanos. Con todo, poco se habla de las crisis particulares y familiares que determinan las condiciones íntimas de quien se aventura en una osadía de semejante tamaño. Detrás de cada individuo fuera de su tierra, existe una crónica de superación, determinación y coraje para confrontar la vida cara a cara y expresar sin dubitación la férrea voluntad de vencer.
Por primera vez en nuestra historia reciente, Colombia se encuentra recibiendo migración extranjera de gran tamaño. Quien nunca ha sufrido este fenómeno puede juzgarlo desde la barrera. Sin embargo, quien lo ha padecido, se moviliza en favor de una regulación que considere los hombres en su condición humana más que como un simple número estadístico. Esa reglamentación debe beneficiar a quienes contribuyen con la construcción de esta tierra que los recibe con los brazos abiertos y acompañarlos en su proceso de inserción social con ayuda integral que vaya desde lo psicológico hasta lo laboral. De igual forma debe ser radical contra quienes ven nuestro país como un escenario propicio para el delito y no permitir que el crimen se convierta en un producto de importación. Mientras ello ocurre, los migrantes continuarán cultivando sueños alimentados de la fuerza que da la esperanza ante la mirada pasiva de un Estado indiferente.
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