LA PATRIA publicó (1-3-2020) una crónica de su corresponsal en Neira, Jorge Iván Castaño, sobre el cable aéreo, con anécdotas de una señora que viajó en ese medio, tullida de miedo y aferrada a todos los santos, y de un señor que trabajó en la instalación del sistema. Ambos de avanzada edad. Sobre el tema hay historias de todos los matices. El cable aéreo de Manizales, que fue el más largo del mundo, tenía un tramo Manizales-Mariquita, de 74 kilómetros; y otro Manizales-Estación Guacaica, cerca de Aranzazu. Estaba dotado de vagonetas para carga y otras cubiertas para pasajeros. El “vuelo” de estas últimas sobre la accidentada geografía de la cordillera central era un desafío a los nervios de quienes se arriesgaban a viajar sobre gargantas y voladeros, en canastas metálicas que se deslizaban sobre dos cables, sostenidas por poleas, dotadas de asientos de madera para los pasajeros. Éstos no se atrevían a mirar para afuera y movían los labios nerviosamente rezando todo lo que sabían; o pasaban temblorosos las cuentas de la camándula. En la publicación que hizo la Sociedad Caldense de Ingenieros y Arquitectos en 2016, conmemorativa de los 60 años de la institución, se hace una reseña del cable aéreo, y del traslado que se hizo años después de desmantelado el cable de la torre de Herveo, que ahora se alza imponente en el sector del Cable, tras un meticuloso trabajo cumplido por estudiantes y profesores de la facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional.
Cuando mi familia materna emigró del suroriente antioqueño hacia el Quindío, peregrinación que duró 12 días, como se narró en el libro Las Trochas de la Memoria (Jaramillo Mejía, José. Manizales, 2017), después de La Unión, Abejorral, La Pintada y Aguadas, al llegar a Guacaica embarcaron a las mujeres y los niños en el cable aéreo para Manizales, donde tomarían el bus para Armenia, mientras los muchachos mayores siguieron por los caminos de herradura con las bestias que traían los corotos, buscando la ruta que los condujera hasta el destino final. Doña María Palacio de Mejía y sus hijas mayores contaban lo que fue ese recorrido, presas del pavor, tratando de controlar a los niños que se movían de un lado a otro de la vagoneta, mirando hacia el vacío, animados por la curiosidad.
Conrado Mejía Botero, de otra rama de los mismos Mejías, contaba que viajó entre Manizales y la Estación Guacaica, con los ojos cerrados para no ver la altura sobre la que estaba volando ese “cajón”, como decía él. Cuando la vagoneta se aproximaba a su destino, escurriéndose por el borde de un barranco, un tipo desde afuera le gritó: “Oiga, hermano, ¿eso es muy miedoso?” Conrado apenas puso el dedo índice sobre los labios e hizo sshiss…, para que los gritos no produjeran un accidente.
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