David Rieff dijo que “el trabajo serio de la historia es establecer la diferencia entre pasado y presente”. Pero hay costumbres incrustadas en la naturaleza de las sociedades que son difíciles de erradicar, como difícil es borrar una mancha de familia. En el caso colombiano, el santanderismo, es decir, el leguleyismo. Con ese inri ha cargado por casi 200 años el general Francisco de Paula Santander, un señorito de la “jai” criolla, héroe de la independencia, que comenzó a generar polémicas, cuando la nueva nación daba sus primeros pasos vacilantes, sobre el modelo de gobierno que debía adoptar.
Legalista y buen administrador, Santander, partidario del sistema federal, tuvo que enfrentarse a Nariño y al mismo Bolívar, que abogaban por el centralismo. La disputa finalmente nadie la ganó, pero como no hubo un fallo definitivo, el asunto quedó en tablas y se gobernó con el centralismo, hasta cuando el radicalismo liberal promulgó la Constitución de Rionegro, federalista, que el político y poeta francés Víctor Hugo calificó como “para ángeles”, por ilusa y utópica.
Esta carta magna, causante en buena parte de las guerras civiles del siglo XIX, por los enfrentamientos entre los estados soberanos, fue reemplazada por la Constitución del 86, que centralizó de nuevo la administración política de Colombia. Y por el descontento de los radicales y por “la perseguidora” que les montó el conservatismo, aliado de la jerarquía católica contra los rojos, ateos y masones, se generaron nuevas guerras, hasta desembocar en la catastrófica de los “mil días”, que dejó al país arrasado, desarticulado y en la miseria.
Todo por la defensa de unos principios legales, que cada contendiente reclamaba como suyos y estaban contenidos en profusas leyes, que se promulgaban en el legislativo “como ensartando higuerilla en un chuzo caliente”, según definición de un pragmático observador, dejando “vivas” las anteriores. Y así, hasta nuestros días, porque las estadísticas indican que hay más de cinco millones de leyes vigentes, que sirven para que los litigantes enreden los procesos y a los jueces se les haga prácticamente imposible fallar con certeza.
Sucedió recientemente con el proceso de paz con las Farc, en el que era indispensable hacer concesiones jurídicas, que los magistrados ortodoxos, eméritos, gordos, hipertensos y apopléjicos, no admitían desde el olimpo de su sabiduría, echando mano de leyes, decretos, artículos e incisos, muchos de ellos obsoletos, sin importarles entrabar el bien supremo de la paz. Finalmente se logró el acuerdo, porque, como también anotó el señor Rieff, refiriéndose a un caso semejante, “entre paz y justicia se decidieron, creo que correctamente, por la paz”, salvándose ésta de naufragar en un mar de babas.
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