Hasta mediados del siglo XX el agro en Colombia fue relevante, al punto que la caficultura fue soporte de la economía nacional; las plazas de mercado estaban surtidas con abundancia y a precios razonables (no había supermercados); en las parcelas campesinas se producía lo suficiente para el consumo familiar y algo para comercializar o intercambiar con vecinos; se criaban gallinas que proveían huevos; y se engordaban cerdos alimentados con sobrados de las cocinas y con pencas y hojas de plátano, llamados la “alcancía de los pobres”, porque, cuando se vendían, con la plata se hacía la nochebuena y se compraban los aguinaldos. Un mandatario de origen antioqueño, pese a ser ingeniero constructor, recomendaba la huerta casera. Entonces la economía nacional era cerrada a cosas suntuarias y novelerías importadas, concretándose en lo estrictamente necesario para el sector manufacturero, y en maquinaria y equipos, que con el tiempo se produjeron en el país, o se trajeron las piezas para ensamblarlas, generando empleo y otros beneficios sociales y fiscales. El sistema económico oficial premiaba a los exportadores generadores de divisas, que compensaban, al menos en parte, las importaciones. Ese estilo se reconocía como proteccionista, porque defendía la producción nacional de la competencia externa. Incluido el agro, que, pese a la abundancia de tierras, no disponía de tecnología, por lo que, ante las potencias económicas, resultaba el mercadeo “pelea de toche con guayaba madura”. Los gobiernos de ideología social-económica-humanística defendían al campesino colombiano.
Comenzaron las familias ricas a mandar a los muchachos a estudiar economía en Chicago y Londres, donde se imponían las teorías monetaristas, propuestas por premios Nobel de moda, acogidas por gobiernos proteccionistas de lo suyo; y del sistema financiero en boga. El “patio trasero” llamaban los gringos a los países en desarrollo, con un tufillo despreciativo y burlón. Eran, para ellos, simplemente, objetos de explotación. Ante esos gurús siempre han llegado los gobernantes tercermundistas, sus ministros y autoridades económicas y monetarias, en actitud sumisa, más que a proponer negocios a recibir instrucciones.
En ese proceso, el sector agropecuario de los países subordinados ha sido el más afectado y, consecuentemente, los consumidores, porque se exportan insumos y se importan productos manufacturados. De paso, se desabastece el mercado interno, incrementando los precios. Agréguesele a lo anterior que la violencia, que es negocio para los fabricantes de armas, a quienes perjudica con más contundencia es a los productores del campo, por el desplazamiento forzado de los campesinos, la baja producción de alimentos y el desarraigo de los jóvenes. Los economistas formados “allende el mar” (como dicen los poetas), instalados en altos cargos por padrinazgos, disponen importar alimentos porque dicen que hay divisas suficientes, y producir comida no es rentable. “La agricultura es un negocio de pobres”, dicen los ganaderos. A los campesinos, que apenas son “carne de urna electoral”, se les ha menospreciado por “los siglos de los siglos”.
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