La situación que se vive ahora, y que no se sabe hasta cuándo va a durar, impone algo que es muy escaso en países como Colombia: la cultura ciudadana. Esta es posible, si no se presentan altibajos en la conducción política. En Bogotá, por ejemplo, hubo una continuidad que le cambió a la ciudad la imagen de “tierra de nadie” que tenía. Jaime Castro, un caballero y un jurista y administrador de altas calificaciones, cuando fue alcalde mayor de la capital ordenó las finanzas, estructuró la administración y metió en cintura a la burocracia, para que cumpliera su deber con eficiencia. A Castro lo reemplazó Antanas Mockus, un filósofo doblado de político, con ideas innovadoras y un estilo de hacer las cosas salido de los moldes tradicionales, que con aparentes payasadas condujo a los ciudadanos a respetar las normas y a convivir civilizadamente, y trazó los moldes para convertir a Bogotá en una ciudad ideal. A este singular académico le sucedió Enrique Peñalosa Londoño, un gerente eficiente, con visión universal, conocedor de las más importantes urbes del mundo, con sensibilidad humana y visión acertada de las verdaderas necesidades sociales que debe atender un mandatario, distintas de repartir dádivas para abonar electores, pensando en aspiraciones políticas futuras. Peñalosa se encontró con unas arcas solventes y una administración ordenada y planificada. Conformó un equipo de trabajo con técnicos calificados, ajenos a camarillas politiqueras. Y manos a la obra. Esa primera administración suya fue excelente. Transmilenio, su obra más representativa, era un orgullo para los bogotanos. Creó también puestos de salud en todos los sectores, especialmente los más abandonados. Ideó un sistema de educación de calidad, consistente en construir colegios en todos los barrios y darlos en concesión a instituciones de trayectoria, reconocidas por su calidad. Hizo parques recreacionales en sitios estratégicos, para lo cual fue necesario expropiar lotes de engorde de capitalistas privilegiados. En fin…, Bogotá cambió radicalmente, para bien. Pero el populismo venía alimentando sus aspiraciones con la inconformidad social, que existe en todas partes y es susceptible de ganarse con demagogia y limosnas. Aprovechando las debilidades de una democracia imperfecta, ganaron los populistas la alcaldía de Bogotá, el segundo cargo más importante del país, y se vino una seguidilla de administraciones desastrosas, de cuyas catastróficas consecuencias la capital no se repone aún. Lo último que ha hecho el populismo, para destruir la labor del alcalde Peñalosa en su nueva administración, es adoptar el vandalismo como estrategia política. Los argumentos fueron sustituidos por piedras y bombas.
Ojalá que la pandemia actual sirva para reflexionar, admitiendo que la disciplina social supera las crisis y que el populismo es una peste más letal que el coronavirus.
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