Las crisis, y con mayor razón ésta que estamos viviendo, por agresiva, inédita y sobreinformada, dejan al descubierto mucho de aquello que habíamos tratado de esconder, y que por razón de “no verlo”, acabamos por aceptar como normal.
Contemplarnos al desnudo como sociedad estimula la serie de transformaciones que en todos los campos se hacen necesarias, para que en el futuro podamos sortear con éxito situaciones similares. La pandemia nos cogió literalmente con los calzones abajo, lo que obligatoriamente ha derivado en un confinamiento que ha sido necesario para ganarle tiempo y asegurar que los servicios de salud, por ejemplo, puedan prevenir y atender a la población del inclemente virus.
Una de las lecciones no aprendidas hasta ahora, en razón de unos sátrapas que han tenido la desfachatez de identificarse como tales, atiborrados o embriagados de poder, está en la obviedad de que un problema común debe tener una respuesta también común, exacerba los nacionalismos fomentando el odio por los extranjeros, sobre todo si son pobres, o definir estrategias individuales, contribuye al incremento de la pandemia. El covid-19 no entiende de fronteras, ni de egos, así es que las estrategias para combatirlo deben, como en una polifonía de voces independientes, guiarse bajo una sola batuta, un acuerdo consensuado para un mundo que querámoslo o no, se rige bajo las reglas de esa naturaleza que estamos tratando de acallar.
El suicida manejo del medio ambiente, el desprecio autista por las ciencias y el aberrante desequilibrio social, “conviven” en el escenario de una malhadada ciudad donde se enfrentan a empellones y, que de no reaccionar como lo reclama la historia día a día, habrá de derivar en una crisis de efectos impredecibles, mucho más agudos y dolorosos de los que nos tienen confinados en alerta permanente.
Muchas son las reflexiones sobre la ciudad que vienen de tiempo atrás y que ahora, ante la inminente necesidad de repensarla, cobran una vigencia que sería devastadora si seguimos tratando de eludir. Los procesos urbanos detonados por las pandemias más agresivas de la historia fueron respuesta a los estragos que, coadyuvados por urbes insalubres, causaron las miles de muertes que enlutaron el pasado. Los burgos medievales se transformaron y dieron píe a la ciudad del renacimiento con el hombre como su objetivo principal; las epidemias del siglo XIX en una ciudad como Barcelona, con condiciones asfixiantes de salubridad, empeoradas por la densidad y la falta de infraestructuras sanitarias, promovieron el “ensanche”, para hacer de ella una ciudad higiénica; hoy estamos hablando de una urbe saludable con distancias recorribles a píe en tan solo quince o veinte minutos para ir al trabajo o abastecerse de los insumos necesarios para vivir.
La vivienda, igualmente, tiene que ser rescatada por el Estado de las leyes del mercado que han hecho de ella una deshumanizada o invivible mercancía, no podemos seguir ofreciendo espacios cada vez más reducidos y carentes de las más elementales normas de calidad para confinar a una familia, que muy posiblemente tendrá que trabajar en el futuro desde allí, aun cuando hayamos superado la crisis del coronavirus y todo vuelva a la normalidad. (Hay algunos sin embargo, que aseguran que es en esa normalidad donde reside el peligro).
Pero mientras sigan existiendo mundos diferenciados, el primero y el tercero, o estratos uno y dos a los que eufemísticamente sigamos llamando como “los menos favorecidos”, no habrá pandemia que se resista, este planeta seguirá siendo tierra abonada para que un virus generado por un murciélago en cualquier mercado, venga y haga con nosotros lo que le dé la gana.
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