La mayoría de los artículos de prensa que han circulado en estos días, aseguran que el mundo será distinto una vez logremos salir de los efectos de un virus que apareció intempestivamente hace poco más de cuatro meses y que ha venido extendiéndose imparable por todos los confines de la tierra, hasta convertirse en una de las más arrogantes pandemias.
Unos auguran un futuro donde la pérdida de libertades será el denominador común de los Estados que, a partir de su búsqueda por encontrarle salidas a la crisis, descubrieron cómo tener la información de las intimidades de la gente y en consecuencia poder ejercer sobre ella una vigilancia total. Descubierta la clave se aprestan a manipular a su antojo el destino de miles de ciudadanos. Toda la ciencia ficción y predicciones de pensadores ya pretéritos parecerá un trivial juego de infantes ante la adversidad que se avecina.
Otros en cambio, ven cómo la crisis puso en evidencia el trastocado concepto de desarrollo que moldeó el neoliberalismo como la gran panacea de la economía contemporánea, predicen un cambio positivo en el manejo de los recursos naturales y el fin de los nacionalismos a ultranza como el que abandera y mantiene en el poder a Donald Trump, con su America First. Por el contrario, la relación entre las diferentes culturas y pueblos del mundo habrá de transformarse diametralmente, concentrándose en entender que podemos ser una empresa común, destinada a construir una vida mejor para todos.
La crisis del coronavirus pone en evidencia el manejo asimétrico y absurdo con el que algunos Estados, apertrechados en una especie de narcicismo ancestral imperialista y colonial, han mantenido a raya el progreso que algunos apodaron, refiriéndose a los Estados Unidos, como el patio de atrás; solo que el patio al que se refiere el sobrenombre, abarca mucho más de la mitad de un planeta que se hace el haraquiri diariamente, mientras destruye las vulnerables condiciones de vida.
En el poco tiempo que llevamos tratando de entender la crisis que nos está pasando, vemos que aún hoy, a pesar de las advertencias a gritos en los altavoces, siguen los espacios públicos atiborrados de gente, a veces azuzados por “graciosos” que inventan noticias falsas para congregar espeluznantes masas de gente frente a los edificios públicos, porque les anunciaron las “dádivas” que las administraciones municipales habrían de repartir entre la población más pobre de las ciudades a su mando.
Lo peor, pero también lo mejor de la gente sale a relucir en estos momentos aciagos, como el cura italiano que entregó su vida, mientras le transfería el respirador artificial a un hombre anónimo que era mucho más joven que él, o la actitud de los sátrapas del mundo, elegidos por las grandes corporaciones, la banca, los terratenientes. Trump por ejemplo, trató de sobornar con miles de dólares a laboratorios alemanes que investigan una posible vacuna contra el Covid 19 para hacerse a ella y destinarla solo para el uso exclusivo de los Estados Unidos. Desenmascararlos pienso, a pesar del enorme dolor que está y habrá de causar, es uno de los muchos efectos positivos de esta pandemia.
Premonitoria fue la respuesta de Norman Mailer, citado en una entrevista de José Saramago poco antes de publicar La Caverna hace veinte años, quien aseguró que “…a partir de ese momento los presidentes de los Estados Unidos y de buena parte del mundo serían elegidos por las grandes corporaciones y los bancos”.
La naturaleza parece estar desperezándose lentamente, como saliendo de un letargo producido por la intoxicación y arrinconamiento al que la tenemos confinada. El aire empieza a recuperar su pureza, el agujero de la capa de ozono se redujo a un tercio, la temperatura global bajo 1,2 grados, la contaminación de dióxido de carbono en la atmósfera descendió a niveles de cuatro décadas atrás, los delfines y los pelicanos se pavonean inmutables por las playas, las mariposas vuelan a su antojo libremente.
Las crisis, aún las personales, precipitan las transformaciones de la historia, modifican la cultura, enriquecen la vida; pero para ello se requiere que tengamos la disposición para entenderlas y una vez entendidas sacar de allí el valor de transformarlas.
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