De entre las múltiples reflexiones que suscitó el reciente debate electoral en Estados Unidos, sobresale el que tiene que ver con el arcaico, farragoso, e ilegítimo sistema electoral de ese país.
Nadie comprende cómo, por ejemplo, un candidato puede ganar la presidencia sin obtener la mayoría de los votos ciudadanos. Estados Unidos cuenta con un sistema electoral presidencialista en el que dos de los tres mandatarios que asumieron el cargo en esta centuria, lo hicieron con una minoría de votos clara.
Muchos han sido los intentos de reformar el sistema electoral norteamericano. Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía condensa lo que serían las tres áreas críticas de una eventual reforma: “La de garantizar la justicia en las elecciones, la de mantener un sistema efectivo de pesos y contrapesos en el Gobierno y la de reducir el poder del dinero en la política.”
Las reglas de la democracia son variables muy importantes en el desarrollo de un país y no deberían ser ajenas a ningún ciudadano. No seremos capaces de hacer los cambios económicos y sociales requeridos, si no reformamos la política, es decir la manera de constituir y repartir el poder político en nuestra sociedad. “Se da por sentado que nuestro sistema político ha de traducir nuestros puntos de vista, nuestras creencias y opiniones en determinadas decisiones públicas,” ha dicho también Stiglitz.
Cambiar los sistemas electorales es muy difícil porque entre otras cosas quienes tienen la competencia para hacerlo, son precisamente aquellos que detentan ese poder gracias a las normas electorales que necesitan ser cambiadas.
En Colombia las reglas electorales están vigentes desde 1986 cuando se expidió por decreto el Código Electoral. Ha intentado ser reformarlo por lo menos en 7 ocasiones al compás de las realidades que le sobrevinieron: la Constitución de 1991, las nuevas tecnologías, la superación del esquema bipartidista y el evidente proceso de degradación y envilecimiento de las prácticas electorales.
El proyecto inicial consta de 13 títulos y 252 artículos, pero ya le han ido colgando como arbolito de navidad, más y más propuestas. Tiene mensaje de urgencia y avanza entonces, como no debiera, a velocidad de vértigo.
La propuesta pretende cambiar la organización electoral fortaleciendo el Consejo Nacional Electoral y creando los consejos electorales seccionales, incorporar las nuevas tecnologías en el acto de votación, combatir la abstención y la corrupción electoral, fijar algunas reglas de control para quienes aportan recursos a las campañas electorales e integrar en una sola ley todas las normas electorales.
Descontadas algunas críticas que ya han ido aflorando sobre la clientelización de la organización electoral, las facultades al presidente de la República para desarrollar esa reorganización, y el control que se le entrega de la función electoral al sector privado, la sensación que queda es la de que, sin una reforma a fondo del sistema político, estas normas una vez aprobadas, afectarán solo marginalmente los problemas de los que adolece nuestra democracia representativa.
Sorprende que un tema de la importancia de una reforma electoral se esté tramitando en Colombia sin mayor visibilidad y atención colectiva. Ya va muy adelante el trámite de la iniciativa que fue presentada al Congreso por la Registraduría, el Ministerio del Interior y el Consejo Nacional Electoral, y respaldada por 30 congresistas, las Comisiones de Vigilancia y Seguimiento al Organismo Electoral del Congreso, la Sala de Consulta y Servicio Civil del Consejo de Estado y el secretario General de la OEA, Luis Almagro.
Gianfranco Pasquino, uno de los más importantes politólogos del mundo, en una entrevista concedida al periódico El Tiempo, esta semana, dijo: “Las democracias tienen problemas de funcionamiento, algunos de los problemas son de reglas, y también hay problemas de comportamiento de los que tienen el poder, de los que mandan. En algunos casos podemos cambiar a los que mandan, pero si no cambian las reglas, no tendremos una democracia que funcione bien”.
Razón de más para reclamar una discusión más abierta y participativa sobre un tema que, como este, facilitará las condiciones institucionales para enfrentar los desafíos de estos convulsionados y confusos tiempos, todo ello sin mermarle ímpetu a la urgencia de producir esos cambios.
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