Colombia, como el país número doce entre los más biodiversos del mundo con 38 de sus 81 ecosistemas en riesgo, y que a pesar de poseer el 5% del patrimonio hídrico mundial y un rendimiento hídrico que supera seis veces el promedio del planeta, solo trata de manera adecuada el 11% de los vertimientos, debe hacer un alto en el camino para reflexionar este 22 de abril sobre las consecuencias de un modelo de desarrollo que le apunta a la sobreexplotación e instrumentalización de la naturaleza, y a la contaminación, eutrofización y degradación de los bienes que nos brinda la Madre Tierra. Si la contribución del agua al PIB de Colombia llega al 10%, también gravitan los costos ambientales (3,5%) y los costos ocultos (1%).
A pesar de que las coberturas boscosas en Colombia apenas cubren el 61% del territorio continental, año tras año talamos entre 150 mil y 250 mil hectáreas de selva, y persistimos en prácticas depredadoras que se traducen en desastres. Después de haber acabado con millones de hectáreas de guadua, y de continuar presionando los precarios relictos de bosques de niebla y páramos, sin importar su exuberancia y fragilidad, quienes habitamos en el trópico andino, hemos olvidado la importancia del bosque como regulador del ciclo hídrico, fuente de estabilidad climática y hábitat de especies endémicas, vulnerables y en riesgo de extinción.
Por fortuna varias instituciones, como el Ideam que ha contribuido por cerca de 25 años con herramientas básicas para la gestión de los ecosistemas: – entre otras- los mapas de coberturas vegetales, uso y ocupación del territorio nacional, o el Estudio Nacional del Agua ENA fundamental para el conocimiento sobre oferta, demanda, calidad y riesgo del patrimonio hídrico; a esto se suma el loable trabajo del Instituto Humboldt con aportes al discernimiento de la biodiversidad de Colombia, a la conservación de páramos y selvas, al potencial y fragilidad de nuestros territorios anfibios, y al conocimiento de la Orinoquia.
Pero entrando a la Ecorregión Cafetera, ¿por qué no reconocer que tenemos falencias en una cultura amigable con el agua y los bosques? al 2010 nuestro verde y montañoso territorio se caracterizaba por un alto índice de deforestación: los potreros que cubrían el 49% del territorio excedían en área doce veces la aptitud del suelo en ese uso. Además de la importancia del bosque como bloqueadores del dióxido de carbono y por su contribución a la regulación hídrica y pluviométrica, cumplen funciones fundamentales para preservar la diversidad biológica sirviendo de soporte a los procesos ecológicos esenciales, además de contribuir al equilibrio de los procesos bioclimáticos y a la protección de los suelos mediante el control de la erosión, y de generar servicios ambientales y culturales para el ecoturismo, las fuentes de agua y el hábitat.
Si bien la Ley ambiental y las políticas ambientales en Colombia se han acoplado más a los desafíos del mercado que a los retos del desarrollo sostenible, por fortuna la Corte Constitucional, para proteger las culturas ancestrales y los ecosistemas, al declarar algunos territorios sujetos de derechos bioculturales -caso Atrato y Amazonas-, ha generado un instrumento fundamental para la prevalencia del interés general, y para la función social y ecológica de la propiedad. Si queremos sacar de la pobreza al campesino cafetero para que retorne a una agricultura autárquica, y sustraer de las garras del mercado inmobiliario el “Van Der Hammen” de La Aurora y el proyecto minero Rio Novo insistiendo en Tolda Fría, ¿por qué no hacerlo con el Paisaje Cultural Cafetero y con las Reservas Forestales Protectoras de Río Blanco y Chec?
Finalmente, en estos tiempos de crisis, por una pandemia que podría estar relacionada con la interacción dominante e irrespetuosa que hemos establecido con la naturaleza, buscando el crecimiento económico para unos pocos a costa de los ecosistemas y de la miseria humana, que esta celebración del Día de la Tierra sirva para convocarnos a un pacto social con la naturaleza, para que, como colombianos tomemos conciencia de los funestos impactos derivados de un modelo económico deshumanizado, que además de permitir que se arrasen bosques y sequen fuentes de agua, ha desajustado la máquina atmosférica y vulnerado la vida en el planeta.
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