Muchos poetas y prosistas de ficción del mundo en variadas lenguas o países han ejercido el periodismo toda la vida o parte de la misma y de ese ejercicio aprendieron mucho para emprender sus relatos y ajustar sus historias. Casi todos los grandes novelistas de los siglos XIX y XX alternaron su tiempo en la escritura para los diarios que se imponían como los grandes medios del momento y el ejercicio solitario de imaginar y plasmar literatura. En muchos casos, las novelas fueron publicadas en series como si fuesen telenovelas y el éxito de tales folletines fue el motor económico de la prensa.
Tolstoi y Dostoievski en ruso; Goethe, Joseph Roth y Günter Grass en alemán; Mark Twain, Charles Dickens y hasta Walt Whitman en inglés; Víctor Hugo, Balzac, Dumas, Zola y hasta Proust en francés; Vargas Vila, Rubén Darío, Amado Nervo, Barba Jacob, Gallegos, Onetti y García Márquez en español, son la prueba de ese maridaje entre prosistas y poetas con la prensa. El nicaragüense Ruben Darío, que revolucionó la escritura en español, comenzó desde muy joven a trabajar en diarios centroamericanos, chilenos y argentinos y después con gran intensidad en la prensa española.
Enrique Gómez Carrillo, que fue junto a Vargas Vila uno de los García Márquez de su época y gran best seller, aunque ahora esté olvidado, vivió una intensa vida ligada a los diarios de Madrid, y realizó muchos viajes que nutrieron un centenar de libros de viajes y aventuras que circulaban en todo el orbe hispanoamericano. Describió Oriente Medio, China, India, Japón, Rusia, Grecia, el Magreb y cubrió en directo la Primera Guerra mundial invitado como reportero en el frente. Su prosa directa, efectiva, sin grandes adornos, lo convirtieron en el mejor prosista de la generación modernista y su vida fue tan trepidante, que murió a los 54 años en París después de haber libado a gusto y vivido múltiples aventuras amorosas ante la envidia de Vargas Vila, quien lo criticó por sus “turbias delectaciones”.
El neurótico y misógino Vargas Vila empezó temprano a ejercer su actividad, pero al saltar a Europa se convirtió en best seller durante varias décadas, leído por varias generaciones de jóvenes liberales o revolucionarios que desde México hasta la Patagonia y en España se fascinaban con sus historias impías de amores retorcidos e impuros y su crítica feroz a los gobernantes de su tiempo y a la Iglesia, que odiaba sin límites. Los de su tiempo leyeron los folletones amorosos que salían en diarios y revistas españoles y después se convertían en libros de éxito.
Siempre en sus libros reinaban mujeres terribles y venales, cabareteras, cocotas, cortesanas o arribistas que enloquecían y arruinaban militares, curas, artistas, millonarios y terminaban en tragedias sin nombre en los arrabales de las capitales del mundo conocido. Con eso se ganaba la vida muy bien, pues los diarios le pedían esos novelones que salían como series y después se enviaban como libros de las editoriales Maucci, Viuda de Ch. Bouret o Sopena a América Latina, donde se agotaban al llegar los puertos. Vargas Vila vivió lujos en las capitales y puertos europeos y vivía en grandes hoteles, rodeado de pajes, sirvientes y meseros.
Asi ocurrió con escritores posteriores al modernismo, que como José Vasconcelos, Rómulo Gallegos, Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz, Arturo Uslar Pietri, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y dirigieron periódicos o tuvieron contubernios con grandes medios escritos o audiovisuales que les generaron fama y poder literario y económico. También los hubo más modestos y menos poderosos, que como el uruguayo Juan Carlos Onetti, el peruano Julio Ramón Ribeyro y el colombiano Hugo Ruiz, se ganaron la vida en agencias de noticias como Reuters, France Presse, Associate Press o United Press International.
Onetti pasó media vida en las redacciones y se asumió siempre como agenciero. En sus tiempos se ejercía ese oficio en viejos teletipos que sonaban de manera estrepitosa en las redacciones y mandaban al mundo los flashes y los urgentes de la actualidad global. El agenciero insomne siempre está alerta a la noticia inmediata y es el que lanza la alerta a redacciones de periódicos o noticieros radiales y televisivos. Nunca tiene tiempo, siempre va de un lado para otro, de bar en bar, con un periódico reciente en los bolsillos, transitando por las calles de las ciudades.
Por lo regular los agencieros de la generación de Onetti en el siglo XX fueron caracteriales, alcohólicos, fumadores, escépticos, incrédulos y desesperanzados. La obra magnífica de Onetti es una prueba de ello. El colombiano Hugo Ruiz, mientras trabajaba en la sede de una agencia en Bogotá o en las salas de prensa, escribía en secreto una novela interminable, Los días en blanco, que solo pudo ser publicada con carácter póstumo por la Universidad Central y es sin duda una gran obra desconocida en su país. Como él muchos escritores crecieron y murieron en las redacciones de periódicos de la capital o la provincia.
Antes de ser conocido y glorioso, Proust escribió crónicas mundanas para el diario Figaro y lo mismo ocurrió con García Márquez, quien empezó ganando miserias en las más modestas redacciones de Cartagena y Barranquilla, pasó a El Espectador y después trajinó por la agencia cubana Prensa Latina y revistas mexicanas de farándula, antes de conquistar la gloria con Cien años de soledad. El gran escritor Joseph Roth y otros de su generación se formaron en las redacciones de los periódicos alemanes o austríacos. Y a ellos les tocó vivir en directo y con peligro guerras y exilios.
Se tiende a olvidar que los grandes escritores de la humanidad, al menos en los dos últimos siglos estuvieron siempre ligados a los periódicos y a la realidad de sus países y el mundo. Rusos, griegos, chinos, nórdicos, europeos, africanos, estadounidenses, latinoamericanos, turcos, mediorientales, judíos o árabes, sudafricanos, todos ellos conocieron esos ambientes que en otros tiempos olían a tinta, cigarrillo o linotipos, entre el ruido de teletipos. En la trepidante vida de las redacciones, en la soledad de hoteles y aviones, rumbo a cubrir guerras o catástrofes, los escritores siempre han afinado así sus armas. Por eso la torre de marfil de los escritores es solo una quimera.
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