El pretexto para la reflexión de hoy es la situación que actualmente viven los profesores de los colegios arquidiocesanos de Manizales. Hay múltiples razones válidas para creer que la disminución de la cobertura estudiantil de estas instituciones es una realidad. No solo sucede con esos colegios, sino que los privados que se agrupan en Conaced viven una situación similar. Y ni hablar de los oficiales, donde hay jornadas totalmente desaparecidas y colegios que históricamente habían albergado a más de dos mil o tres mil estudiantes, hoy cuentan con una matrícula de escasamente quinientos. Incluso existen algunos pocos, tanto privados como oficiales, que no han padecido hasta ahora los efectos dramáticos de este fenómeno, porque sin lugar a dudas los de mejores resultados serán los últimos en verse afectados.
Aunque la razón es fundamentalmente demográfica, no hay que dejar de advertir que hay un par de causas que no por ser de bajo impacto dejan de ser importantes. Por ejemplo, los chicos que fastidiados por las metodologías tradicionales de la escuela prefieren culminar virtualmente su formación básica, y aquellos que por múltiples razones aun hoy son excluidos de este derecho fundamental y deambulan por el mundo guerreando su subsistencia. Sobreviviendo. Pero es indudable que la causa estructural tiene que ver con un asunto demográfico, y es precisamente la disminución vertiginosa de la tasa de natalidad. El actual Censo Nacional de Población y Vivienda 2018 que acaba de publicar el DANE revela un promedio de 1,7 niños por hogar, y para el caso de los estratos cuatro, cinco y seis incluso es más dramático, porque desciende a niveles de 0,76.
Es evidente que si disminuyen las tasas de natalidad en forma dramática como la presentada, el número de niños que ingresan al sistema educativo será menor cada año, y obviamente el sistema tiende a agotarse toda vez que son más los estudiantes que se gradúan de grado undécimo que los que ingresan a los niveles de transición. Bajo esta realidad inocultable y de difícil intervención es inevitable que disminuyan las coberturas y por tanto los ingresos. Y esto, para el caso de los colegios privados, empieza a afectar la ecuación financiera. Una consecuencia lógica de esta situación es que se hace necesario disminuir la planta docente y ajustarla a las nuevas realidades de cobertura. La gran inquietud es cuál debe ser el criterio y el procedimiento más ecuánime, justo y digno desde el punto de vista de la condición humana. Surgen entonces diversas opciones: ¿Los maestros que implican una nómina costosa? ¿Aquellos que implican una nómina económica? ¿Los más antiguos? ¿Los más nuevos?
En mi concepto se deben quedar los mejores. Ellos no siempre son los de más títulos, los de mayor grado en el escalafón, sino sencillamente los que cumplen muy bien su misión. Los maestros, antes que magísteres o doctores, son quienes viven a diario su labor como la más bella de las vocaciones, aquellos que se entregan con pasión y sin límites por su tarea de educar, aquellos que comprometen su vida por la vida de sus estudiantes. Esos maestros, los mejores, jamás serán costosos, jamás serán caros, aun si tuvieran las más altas categorías. Los beneficios que causan los buenos maestros, el impacto de su trabajo, lo saludable que resultan para los estudiantes, para la escuela y para la sociedad, los hacen maestros meritorios incluso de salarios mayores a los que devengan. La escuela puede y debe pagar sin vacilación alguna un “salario alto” a un buen maestro. Él siempre le será rentable. Los maestros caros son otros.
Está comprobado que la calidad de la educación pasa meridianamente por la calidad de sus maestros, independientemente de sus créditos académicos. No siempre los honrosos títulos de los docentes repercuten en la calidad de los aprendizajes de sus estudiantes. La escuela no necesita doctores, la escuela necesita Maestros.
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