Hesíodo en “Los Trabajos y los Días” es un sabio profesor en materia de labranzas. Virgilio en las “Geórgicas” canta los primores del campo. Temas al parecer pedestres que, en la pluma de estos eruditos, se convierten en postre deleitoso para paladares exquisitos.
Tantos matices enjoyan la urdimbre campesina, que es preciso particularizar para evitar los desvíos genéricos. No será el paisaje umbrío, ni el hilo caprichoso del agua por los declives de los montes, ni los atardeceres opalinos. Escribiremos sobre el árbol.
Pluvio Ovidio Nasón en “Las Metamorfosis” convierte el árbol en personaje protagónico. Sus caretas son múltiples. Un roble debía ser demolido. “Apenas el árbol fue herido, las ramas, las hojas y todo lo que le adornaba y cubría cambió de color, lanzaba gemidos y corría su sangre con la misma abundancia que la de un toro inmolado”. Yola narra que cortaba ramas “cuando noté que de ellas salían gotas de sangre. Los más antiguos habitantes del país cuentan que una ninfa llamada Lotis, al huir del infame Príapo, fue transformada en este árbol”. El reino de Atlante “tenía fama por sus árboles de frutos de oro”. También en la Isla de Chipre “se eleva un árbol cuyas hojas y cuyos frutos son de oro”.
Los árboles caminan. Shakespeare en “Macbeth” le da entidad de batallón al bosque y hace uso de esa metáfora repetidamente. “Macbeth será invencible mientras que la arboleda de Birman no se mueva...”. En otra escena exclama: “No me infectará el miedo hasta tanto no marche todo el bosque…”. Un mensajero dice : “…al mirar hacia Birman me pareció que el bosque empezaba a moverse”… “un bosque que camina..”. Concluye Macbeth: “¡el bosque avanza!”.
Virgilio en “La Eneida” apunta que de un arbusto “chorrea sangre la corteza”. En la visita que Eneas hace al infierno anota que “bajo la opaca copa de un árbol se oculta un ramo cuyas hojas y flexible tallo son de oro…”. “Todo el centro del Averno está poblado de selvas...”. Cuando este antro es abandonado por Eneas, llega “a los sitios risueños y a los amenos vergeles de los bosques afortunados, moradas de la felicidad”. Escribe Virgilio: “Al templo de Diana ni a sus bosques sagrados se permite llegar caballos”. En los aprestos de la guerra de Troya, Eneas, en bajel acorazado, surca oleajes de un mar encrespado. Las ninfas le dicen: “¿Velas ¡oh Eneas! linaje de los dioses? Vela y navega a todo trapo. Somos los árboles de la sacra cumbre del Ida”.
Los bosques desempeñan papel esencial en las estrategias de las guerras. Sirven para los ocultamientos, para engañar al enemigo, también para los descansos. Su Tzu en su inmortal opúsculo “El arte de la guerra” recomienda cómo se deben “franquear en secreto las montañas y cruzar los bosques silenciosamente…”.
Max Gallo enfocó de maravilla al semidiós Napoleón. Escribe el biógrafo francés: “La división de Desaix, con sus baterías y su caballería, aparece como un bosque ondulado por el viento”.
Por los años de 1470, Italia debió enfrentar, en el mar, una flota musulmana, con unos cuatrocientos navíos. “El mar parecía un bosque”, escribió Malipiero.
Cuenta Pablo Montoya en su libro “Tríptico de la Infamia” que Cristóbal Colón al llegar a la Isla La Española, entre otras sorpresas vio “árboles andariegos”.
Antonio Machado cierra esta letanía:
“Árbol, buen árbol, que tras la borrasca/ te erguiste en desnudez y desaliento,/ sobre una gran alfombra de hojarasca/ que rememora indiferente el viento…/ Hoy he visto en tus ramas la primera/ hoja verde, mojada de rocío,/ como un regalo de la primavera,/ buen árbol del estío”.
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