“Érase una vez la democracia del siglo XXI (con el patrocinio de HAL Inc.)”. Esto es lo que se lee en la novela ‘Donde mueren los payasos’, de Luis Noriega. En ese país, hay una maquinita encuestadora: el Barómetro Permanente de Opinión (BPO), creada por la empresa HAL Inc. Con inteligencia artificial, ella hace una revisión del “estado de opinión” cada 24 horas y así se conoce si el ánimo de las masas permitirá que el líder siga gobernando.
En épocas de crisis, es fácil que el miedo nos haga adorar esas máquinas de números y cálculos. A ellas podamos entregar la responsabilidad y la culpa de decidir los dilemas que siempre nos obligan a perder algo. Pero entonces olvidamos que son los derechos y la democracia lo que mejor hemos usado ante los dilemas. Olvidamos lo mal que nos va cuando los suspendemos indefinidamente o los dejamos en manos ajenas. Hoy, con mayor razón, debemos volver acudir a lo que hemos aprendido sobre derechos y democracia.
Primero. A la discusión sobre cuándo y cómo terminar la cuarentena le han faltado derechos. Algunos han usado los números de la ciencia epidemiológica para pedir más restricción. Así tienden con peligro a una protección absoluta de la vida y la salud, con lo cual justifican cualquier número de violaciones a las autonomías individuales y colectivas en nombre de la seguridad. Por otra parte, algunos están usando los números de la economía para deshacer la cuarentena. Así tienden a presentar la maximización, la renta y los salarios como si fueran la única forma de vida y salud. De este modo no estamos debatiendo entre salud y trabajo, como han dicho, parecemos más bien hablando entre seguridad y capital, y a estos dos sí que hemos tenido que recordarles los derechos.
Debemos creer en las posturas en las que ciencia y economía son soporte y argumento, pero no la última palabra. En las que no son máquinas que
deciden, sino que son una ayuda para definir con la dignidad humana por delante. Si aprendimos de derechos sabremos que es posible equilibrar. Que no es deseable una cuarentena total ni una apertura radical, sino que en el medio hay respuestas ponderadas: como el deber de quedarse en casa pero con excepciones básicas de dignidad y de no discriminación --como lo pidió Daniel Samper Pizano para los mayores de 70--; o como salir con unos mínimos de seguridad que permitan ejercer derechos en espacios públicos, sociales y empresariales --como lo ha propuesto el Comité Intergremial de Caldas--. Es un punto medio que tiene la radical convicción de que si un derecho se limita no puede ser de manera injustificada, desproporcionada o indefinida.
Segundo. A la discusión sobre cómo gobiernan la crisis nuestros líderes le ha faltado democracia. Algunos gobernantes han usado a las maquinitas encuestadoras para decidir: quieren estar entre los mejores puntajes de encuestas casi en tiempo real. Entonces hacen creer que su capital político en riesgo es una cuestión de Estado, que el autobombo en TV y redes es transparencia, que la crítica y las peticiones son poco solidarias con el sacrificio de gobernar, que los logros proselitistas son metas públicas, que la cadena de oración es programa de gobierno, que la exigencia de derechos es solo gula de atenidos. Hasta ver en qué punto los números de las encuestas empiezan a decidir por ellos y por nosotros, sin culpa ni responsabilidad.
Volver a lo que sabemos de la democracia es quitarle poder a las máquinas de encuestas, para devolvérselo a lo que más le teme la vanidad: al acto popular en el que la gente pregunta, opina, decide y conoce todo el tiempo lo que se hace (la transparencia). Es advertir a los políticos que lo de menos es cuánto los vamos a admirar al final y que esta democracia que quisieron gobernar la tenemos para otras cosas.
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