El papa Francisco ya vino y ya se fue. ¿En qué nos habíamos quedado? ¿De qué veníamos hablando? De corrupción.
El papa no es de los que viene y se va en vano. Siempre deja mensajes y símbolos, incluso palabras que quedan sonando y que explotan cuando ya no está. Con todo eso, espera que podamos retomar esa conversación que suspendimos por su visita. Y que al salir de su oración, los católicos tengan el espíritu más fuerte para retomar su realidad. Y que al salir de la impresión de su presencia, los no católicos encuentren nuevas intuiciones para seguir edificando con precisión su moral.
El papa ya vino y se fue. ¿Qué tenemos que retomar? Nos habíamos quedado en el cartel de la toga, con los lyons, besailes, ñoños, andrades, bustos, ricaurtes, con Gustavo Moreno, la estrella, el exfiscal anticorrupción. Nos habíamos quedado en cómo la multinacional Odebrecht financió irregularmente las campañas presidenciales de 2010, en cómo sobornó funcionarios junto a Corficolombiana para quedarse con otro pedazo de la Ruta del Sol.
Nos habíamos quedado en la triplicación de la contratación directa de la Alcaldía de Manizales, que no es necesariamente corrupción pero que nos pone en riesgo frente ella. Nos quedamos en las licitaciones con pocos proponentes de la Gobernación de Caldas, que no es corrupción pero que nos pone en la obligación de mejorar, para evitar la colusión y falta de objetividad en la contratación.
Aunque su visita se centró en la reconciliación y la paz, Francisco se tomó el tiempo de dejar ideas sobre la corrupción, sobre algunas pistas para entenderla. En la homilía que ofreció en el Parque Simón Bolívar de Bogotá dijo que la corrupción, junto a la injusticia y la inequidad, “consume de manera egoísta y desaforada lo que está destinado para el bienestar de todos”. Una ratificación de que la corrupción le quita a todos, no a los partidos, ni a los gobiernos.
En 2015, en Paraguay, ya había sido más fuerte: “La corrupción es la gangrena del pueblo”, dijo entonces. Esa idea de que la corrupción nos va comiendo, vivos. “Si un pueblo quiere mantenerse unido, debe desterrarla… Un pueblo que no la mantiene como una preocupación viva, un pueblo que vive en sus aceptación pasiva, es un pueblo muerto”. Una pista de que esto se resuelve colectivamente, no se resuelve con mesías ni con héroes solitarios, se resuelve desde una ciudadanía que deja de justificarla, de disimularla, de sacarle provecho en secreto.
En enero de 2016, había sido famosa su oración en la capilla de la Casa de Santa Marta, en el Vaticano. Allí habló de la corrupción como pecado. Dijo: “La corrupción es un pecado más fácil para todos nosotros que tenemos algún poder… el diablo nos hace sentir seguros”. Una forma de entender que en el poder es más grande la tentación, porque existe el engaño de que en el poder somos intocables, porque desde allí es más fácil ver las puertas abiertas, porque desde allí es más fácil correr los límites. Entonces cualquier solución debería ir en búsqueda de todos los lugares del Estado con poder extralimitado, de poder sin reglas, de arbitrariedad, para ponerle límites, procesos, concertaciones y diálogos con otros. Hasta que el poderoso no se sienta confiado de sí, que tampoco se sienta solo, que se vea rodeado y visto por otros poderosos y por aquellos para quien trabaja.
Este año fue el lanzamiento del libro “Corrosione”, del cardenal Peter Turkson, uno de sus aliados en su lucha contra la corrupción al interior de la Iglesia Católica. Francisco escribió el prólogo. Allí propuso más ideas sobre corrupción: primero, que la lucha contra la corrupción es religiosa pero también laica, porque el “cáncer” ataca a todos; segundo, que la corrupción tiende a romper los lazos sociales y la confianza con el otro, y construye relaciones falsas, de interés, de sumisión; tercero, que el corrupto ya no pide perdón, olvida hacerlo, siempre está al límite de su justificación; cuarto, que se debe hablar de corrupción, de sus males, porque su silencio nos marchita; quinto, que las soluciones requieren talento y creatividad de todos.
Nos deja dos agendas: devolver la discusión sobre la corrupción al plano moral, en el que se vuelva reprochable no solo desde la ley sino desde la conciencia, no solo desde el robo sino desde la usurpación de la vida del otro. Y finalmente entender hasta los últimos confines de la corrupción para contraponerle las soluciones precisas.
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