El 29 de noviembre de 2018 constituirá, sin duda, un nuevo hito en este tránsito histórico que vivimos a propósito del Acuerdo que firmaron Gobierno y Farc para terminar el conflicto e iniciar la construcción de una paz estable y duradera. A partir de ese día, empieza el trabajo territorial de la Comisión de la Verdad, que además del reto mismo que supone la construcción de un relato sobre los hechos del conflicto, asume la complejidad de recoger narraciones de actores y territorios tan diversos como los que tiene nuestro país, y en los cuales las dinámicas del conflicto mismo han adquirido matices tan diferentes, como expresión ineludible del entorno, la cultura, la historia, la institucionalidad y tantos otros elementos, que no han sido nunca ni serán iguales entre territorios del Pacífico, la Guajira, las selvas del Putumayo o las montañas del oriente de Caldas.
Pero, como ya decía en una anterior columna, la aspiración a tener un único relato con una verdad absoluta, es casi tan ilusoria como la de quienes han pretendido que las guerrillas simplemente entreguen sus armas y acudan voluntariamente a las cárceles, o como las de quienes han negado que exista un conflicto e imaginan un Estado, garante del bienestar y la justicia, cuya estabilidad se ve amenazada por un grupo que asume el delito como conducta. Es justo nuestra distancia respecto de esas condiciones de bienestar y justicia lo que hace que no se pueda admitir la simplificación de las dinámicas del conflicto, y lo que nos hace pensar que no llegaremos a algo tan complejo como una única verdad, que a lo mejor no existe.
La pregunta central que deberíamos hacernos los colombianos, no solo quienes dialogan en la lógica de víctima y victimario, gravita alrededor de las razones para haber legitimado hechos violentos, independiente de quienes fueran los actores que los ejecutaron. Los empresarios, por ejemplo, deberán aportar a la verdad, explicándole a toda la sociedad acerca de las razones que para varios de ellos llegaron a legitimar el uso de la fuerza y la violencia para proteger sus intereses. Algunos se defendían de amenazas reales, otros simplemente no querían que les alcanzaran. Algunos buscaron apoyo en las fuerzas legales del Estado, y guardaron silencio cuando estas dejaron de medir su intensidad y alcances. Otros, directamente se apoyaron en fuerzas privadas de seguridad, legales e ilegales, y llegaron a determinar directamente el uso de violencia como manifestación de poder.
Así, los ciudadanos en general debemos preguntarnos cómo y por qué hemos estado dispuestos a bajar nuestro umbral de aceptación a la violencia como forma de relacionamiento. Valdría incluso preguntarnos, en la coyuntura de hoy, por qué dejamos salir voces que justifican -e incluso piden- la represión a la protesta con violencia, o el daño a los bienes públicos y privados en virtud de esa protesta.
La verdad que necesitamos, a decir de la Corte Constitucional, debe restaurar por sobre todas las cosas la dignidad de las víctimas. Esto significa mucho más que las reparaciones materiales, aunque las incluye. Restaurar la dignidad debe significar devolverle el valor como ser humano a todas las personas que la guerra convirtió en sus instrumentos, y la sociedad en estadísticas. Restaurar la dignidad debe significar que como seres humanos podemos y debemos entendernos como diferentes, y no matarnos por ello. Restaurar la dignidad debe significar que el diálogo es una de tantas condiciones que nos separó de los animales en la escala evolutiva, pues la imposición de la fuerza, la intimidación y la muerte son mecanismos propios de la animalidad, de la que al menos en términos de relacionamiento nos hemos desprendido.
Se requiere en realidad una verdad más profunda que la verdad sobre los hechos. La guerra ha logrado borrar en nosotros la capacidad de reflexionar sobre lo que somos como seres humanos. La verdad, que reconozca la diversidad, la libertad y la dignidad de los colombianos, es la que necesitamos para dejar de matarnos, material y simbólicamente, y para que la crueldad de la guerra no se repita.
Como adición a estas notas, debo decir que en esa construcción de dignidad y libertad, nos va a hacer mucha falta Fernando Cantor Amador, un verdadero “hacedor” de seres humanos libres y dignos.
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