La abrumadora alza de precios de los alimentos, que desde finales del año pasado sigue en aumento, es atribuida por este remedo de Gobierno a las asonadas en que degeneraron las justas protestas populares precedentes. Es parcialmente cierto. También lo es que su causa, desarrollo y resultado forman parte del inmenso corpus de chambonadas que acumulan Duque y su comparsa de ineptos y corruptos. En cuya inacabable lista aparece también su absoluta quietud –e indiferencia- para controlar los precios.
Pero, justo es decirlo, hay otra causa silenciosa, casi indetectable: cada vez más jóvenes abandonan campos y labores agrícolas. Es frecuente escuchar que labriegos ya mayores alquilaron o vendieron sus estancias, porque hijos y nietos no quisieron heredar el oficio de sembrar, desherbar, socolar y cosechar. Así, las tierras son destinadas por sus nuevos propietarios o arrendatarios al cultivo de aguacates, acelerando el desecamiento de riachuelos y quebradas que surten los acueductos rurales y de pueblecitos. En el mejor de los casos, son destinados a agricultura industrial, cuyos frutos no hacen parte de la canasta familiar.
Yucas, plátanos, tomates, maíces y otros cultivos de pancoger que se ofrecen en las plazas de mercado, son ‘importados’. Ya no se consiguen los que solían sembrar en el contorno, recién recolectados e incontaminados de químicos, que pasaban del sembrador al consumidor sin intermediarios y a precios razonables. Ahora los traen de lugares lejanos, incluso del extranjero, después de pasar por muchas manos y superar el filtro de las mafias que controlan su comercio; envenenados con herbicidas, fungicidas y, tal vez, homicidas, a costos aún más venenosos.
Necesitado de alimentarse, el ciudadano paga lo que le piden o compra lo que puede, por no saber cuáles son los frutos de temporada, ni conocer otros. Está indefenso ante el abuso de los intermediarios, de los cuales también es víctima el vendedor minorista. La causa de esto también es la ausencia de autoridades; permanente, para consuelo de la putrecracia reinante.
Como los congresistas creen que el Capitolio es Colombia y legislan para minorías acomodadas o contra mayorías desacomodadas, todas citadinas, su idea de campo se reduce a cálculo de votos. Ni siquiera está en la mentalidad de Petro, que lo recorrió una y otra vez, y sabe cuánto obtener de sus habitantes.
Por eso, cuando el nuevo despoblamiento del sector rural llegue a sus oídos, se limitarán a endilgarle la causa de la carestía. Pero, en realidad, este éxodo -como los precedentes- es consecuencia de la ineficacia de un Estado configurado solo para mantenerse a sí mismo y programado para alimentar parásitos.
Los jóvenes campesinos se van para las ciudades, desesperanzados por la vida tan dura del campo y deslumbrados por el mundo de fantasía que muestran la televisión y las redes sociales. Como están en una edad en que el entorno familiar, los oficios ancestrales y su comarca les parecen insuficientes, reniegan de todo y salen a buscar lo que no han perdido. Solo unos pocos están respaldados por sus padres, para que estudien y “no pasen por las que yo he pasado”, como suele escucharse. Los más se establecen en invasiones, a vivir del rebusque o caen en la delincuencia. Muy pocos regresan: unos, porque son profesionales; otros, porque no tienen cómo. En los campos hay cada vez menos campesinos.
Hasta donde sé, ningún candidato se ha manifestado al respecto. Otro indicio de que cualquiera sea elegido, será más perjudicial que benéfico y le quedará grande la Presidencia. Nos tocará a sus 50 millones de víctimas aprender de las vacas: comer pasto. Vista la soledad de los campos, se dará en abundancia.
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