Los hinchas veteranos del Once Caldas somos románticos. Creemos que el fútbol es un arte, amamos el bien jugar, admiramos a los buenos futbolistas. Vamos a los partidos a deleitar la retina. Recordamos más el exquisito juego de 1966, cuando el equipo fue llamado Los Sabios, que la gran campaña de 1976. Están más frescos los partidazos de 1986, que los campeonatos sin estrella de 1983 y 1993, o los 101 puntos de 1998. (No olvidamos el atraco arbitral ese año).
A los futbolistas les perdonamos ciertos pecados, no su falta de compromiso o mal juego. Nos identificamos con los directores técnicos que sacan lo mejor de cada uno, no con los que ven el equipo como laboratorio de sus caprichos. Con los que alinean a los mejores e imponen su liderazgo. (Aún recordamos cuando Pancho Villegas mandó al legendario Wálter Gómez a jugar el torneo de reservas y éste jugó como si todavía estuviera en River Plate).
Los directivos de ese entonces eran reconocidos y respetados. Andaban por la calle como cualquier mortal y respondían a todos los saludos. Pagaban por trabajar, porque en épocas aciagas los salarios salían de sus bolsillos, casi siempre. Eran ajenos a escándalos, enemigos de componendas.
Durante mucho tiempo nos pareció imposible ser campeones, hasta que un día el equipo descubrió la senda del triunfo. Vino la década fantástica, la afición creció, atraída por los buenos resultados. Hoy se recuerdan las vueltas olímpicas, pero no la calidad del juego. El arte se esfumó. También los directivos cívicos.
Sus sucesores no supieron administrar el éxito. Tampoco el equipo. Convertido en empresa, lo tomó gente venida de afuera, que vio la oportunidad de lucro económico, sin interesarse en el patrimonio social. Esa ha sido la desgracia de Manizales: sus símbolos están en manos ajenas.
Quienes tienen al Once Caldas, son invisibles y mudos. Cuando rara vez suenan, dejan sensaciones contradictorias: la semana pasada trascendieron en el país (no en la ciudad) señalamientos acerca de episodios inquietantes y cosas raras sobre el partido contra el Pereira, malamente empatado en la cancha y perdido en el escritorio. Si bien provinieron de un personaje que suele acusar mucho, sin demostrar nada, nunca antes había dicho nada acerca del equipo. Nadie prestó atención, pero sus frases quedaron flotando. Como dijo Rossini en su estupenda ópera ‘El barbero de Sevilla’: “La calumnia es un vientecillo, un suave brillo que, insensible, sutil, ligera y dulcemente empieza a susurrar”. Y a doler, porque siembra dudas.
Incertidumbres aparte, la sociedad Once Caldas es organizada y tiene venturoso porvenir. No así el equipo, en manos de un entrenador cómodo en el fracaso, alérgico al triunfo, de férrea lealtad con sus recomendados, titulares inamovibles por encima de otros mejores, a quienes relega al olvido. Es desleal con la institución.
En lugar de buscar soluciones efectivas adentro, suponen un complot afuera: “En la prensa de Manizales hay una persecución”, pues quiere “presionar una decisión, que el profesor se vaya”, dijo el futbolista Andrés Felipe Correa. No, hombre; el Once es una empresa tan autónoma, que conserva aún a quien no da resultados. Su salida es apenas un deseo externo, una simple opinión. Eso sí, cada vez más extendida, surgida del anhelo de ver el equipo otra vez ganador y fundamentada en el derecho a la libre expresión, consagrado en el artículo 20 de la Constitución.
Hasta en eso somos románticos los hinchas veteranos del Once Caldas: cuando no nos gusta lo que vemos en la cancha, jugamos a quitar y poner. De ahí no pasamos, como cuando éramos felices viéndolo jugar bonito, así no ganara.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015