A finales de los años de 1950 y comienzos de los 1960, la vida citadina, social, económica, mercantil, administrativa, política y eclesiástica de Manizales estaba en el centro, alrededor de la Catedral, especialmente sobre las carreras 22 y 23. La primera era más comercial y financiera; la segunda, más social. La zona rosa estaba entre las calles 23 y 27.
Escaseaban las ofertas para el ocio; sano, por supuesto. Uno, era ir a ver cine en los teatros Olympia, Cumanday, Caldas y Avenida, porque El Fundadores no estaba ni en proyecto. En San José había un Teatro Colón; nada que ver con el de Bogotá, por supuesto.
Los pudientes que podían darse el lujo de tener carro, y los que no, pero se endeudaban y no mercaban para tenerlo y aparentar, iban del Lago de Aranguito en Chipre por la 23, hasta la embotelladora de Coca-Cola en Milán, y se devolvían por la 22. En alguna vuelta comían obleas. Si salían de la ciudad, iban a fincas, casi siempre de conocidos, no más lejos de Chinchiná o de La Cabaña.
El resto de mortales tenía un programa sagrado los sábados: caminar por la carrera 23, “darse un veintitresazo”. Saludar y ser saludados. Había competencia implícita acerca de quién conocía más gente y quién era más conocido.
Las señoras iban de almacén en almacén, cuyos propietarios las saludaban por sus nombres. Comenzaban en el Vanidades (aunque copiado de la revista femenina, retrataba a casi todas sus clientas), detrás de la Catedral; pasaban a El Artístico, una cuadra adelante; de ahí al Van Raalte, paradójicamente, enfrente de Mi Libro, que regentaba el “comunista” Pachón. A veces caminaban hasta donde Benjamín López, en el Parque Caldas, cuyo local vivía perpetuamente abarrotado. Sobre el bullicio destacaban las voces chillonas de sus dos o tres hijos.
Las damas querían ver toda suerte de mercancías, las acariciaban con los dedos pulgar e índice para establecer su finura y las devolvían. Los comerciantes acuñaron el dicho “mucho Mirabelli y poco Gastaldi”, con los apellidos de dos futbolistas del Once Caldas. Y si por equivocación encontraban algo, no estaban seguras de si era eso, u otro. Se les permitía llevarlo sin pagar, con tal de que el lunes lo devolvieran o cancelaran su precio. Otras, de menos confianza o no tan conocidas, se conformaban con “salir a vitriniar”.
Los ‘cocacolos’ se arremolinaban en La Suiza, entonces entre las calles 24 y 25. Otros preferían Dominó por las empanadas, propicio para el romance. (En los años de 1970, sería sustituido por La Ronda, en el edificio Cuéllar).
En el epicentro de aquella pueblerina, competitiva e infatuada ‘socialite’ manizaleña, también quedaban el Club Manizales –ahí sigue-, cuyas puertas eran como la entrada a otra dimensión, para quienes rara vez las traspasaron, siempre invitados por el hijo de un socio. Esta palabra era la versión local de ‘abracadabra’. Menos elitista, pero igualmente pretensioso, el Club Los Andes ocupaba la antigua sede de aquel, en la esquina de la calle 24.
En esas pocas cuadras, fotógrafos callejeros sorprendían a los transeúntes con la toma de inesperadas instantáneas y entregaban un papelito para reclamarlas en determinado almacén. Primero las copiaron en papel y luego en transparencias encerradas en tubitos conocidos como ‘telescopios’.
Pasaron los años y el ‘veintresazo’ se acabó, porque la 23 dejó de ser la principal arteria. Hoy ya ni siquiera es una calle cualquiera. Es un batiburrillo de mugreras, almacenes de cargazón, vendedores ambulantes, rateros y nubes de motos. Por contraste, aun están en pie algunas fachadas clásicas, testigos silentes de un esplendor perdido.
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