Disponer de 700 policías, más personal del Ejército, para un partido de fútbol en Manizales suena a despropósito. Sobre todo si es un partido llamado “Clásico de la Convivencia”. Y sin embargo hubo diez riñas reportadas por las autoridades, otras más por la ciudadanía; muchachos apuñalados, carros dañados, paredes rayadas… Incluso el alcalde Octavio Cardona reconoció que en la ciudad hubo “zozobra y temor”.
Y todo esto pasó ante la mirada del viceministro del Interior, Luis Ernesto Gómez, a quien le parece normal militarizar una ciudad por un partido de fútbol.
A comienzos de año hablé sobre el tema con el diputado Juan Sebastián Gómez, uno de los líderes de Holocausto Norte, y me contaba que controlar a algunos integrantes de la barra era imposible. Por más que organizaran brigadas, que hablaran con los capos de los parches y que manejaran su propia logística, las drogas y el resentimiento afloraban lo peor de algunos integrantes del grupo.
Para algunos de ellos, me dijo, el imaginario que manejan es que vale la pena matar o morir por los colores de un club. Sus palabras me llegan ahora que veo un video en el que unos pelados con camisetas del Once Caldas y el Atlético Nacional se enfrentan a puñal en medio de la Avenida Santander a la altura de El Cable.
Le doy vueltas al asunto y lo único que encuentro es que hay ineptitud de todos los involucrados y falta de voluntad. Hay que aplicar y hacer cumplir las leyes 1270 y 1445 (conocida como la Ley del fútbol).
Ya demos por sentado que es carreta todo eso de los controles biométricos en los estadios y la carnetización de los hinchas. Para eso no hay plata. Pero lo que las autoridades locales sí pueden hacer es ponerles el tatequieto a los líderes de estas barras. Los conocen, saben quienes son y se reúnen con ellos en comités de convivencia antes de cada juego. Háganlos responsables de lo que suceda dentro y fuera del estadio.
Desmonten la barra de la tribuna si es necesario. Háganla familiar, como alguna vez escuché a alguien proponer, pero para esto se necesita la voluntad del club. Comenzar con quitarles la taquilla exclusiva para los barristas de norte y dejar de regalarles boletas a sus capos. El Once Caldas, al igual que otros equipos de fútbol, deberían distanciarse de estos grupos que más que afición traen dolores de cabeza. Es hora de que cambien el chip. Dejar de creer que los jugadores necesitan el aliento de unos pelados que se creen argentinos al imitar sus cantos.
A los medios nos corresponde seguir denunciando y dejar en evidencia cómo estas barras meten presión a los poderes locales. Cómo se usan como fortines políticos. Y averiguar qué hay detrás de las fundaciones y organizaciones sociales que montan para lavar su imagen.
Y con respecto al imaginario, basta con mostrar la realidad de equipos como el Blanco Blanco para bajarse de esa nube. Un club sin jerarquía. Con una junta directiva sin norte y que tiene a un presidente (Jaime Pineda) que amenaza cada semestre con acabar la institución. Que culpa a los periodistas de la mala imagen que tienen, cuando es él -y la ineptitud de sus asesores- quien no ha podido armar un plantel y una eficiente estrategia de mercadeo lo suficientemente atractiva para seducir al hincha. Una organización cuyo mayor objetivo es clasificar entre los primeros ocho y alejarse del descenso. ¡Hágame el favor la mediocridad!
Pero si nada de lo anterior sirve -apuntarle a aplicar las leyes, a autoridades locales con pantalones, a barristas comprometidos, a directivos ejemplares, a novedades para la afición, a imitar los buenos ejemplos en Europa- y hay muchachos que se quieren apuñalar por defender a jugadores irresponsables y borrachos como Johan Arango, apague y vámonos. Eso ya es querer convivir con la violencia.
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