En 2011, cuando Manizales duró 17 días sin agua, sufrí desde Bogotá la angustia de saber que mientras yo me duchaba a gusto mi familia no tenía ni una gota para cocinar o beber. ¿Por qué la gente no protesta? ¿Por qué no se rebotan? preguntaban mis compañeros cuando oían el relato de mis dramas familiares. “Porque acá la gente es muy culta”, respondían mis amigos cuando yo les trasladaba el interrogante.
Unos pocos muchachos orinaron frente a la Alcaldía y les llovieron críticas por “incultos”. Recordé ese símbolo a raíz del paro nacional de este jueves, que será contra el gobierno de Iván Duque, aunque el Presidente en su desconexión quizás se sume a la multitud como lo hizo en julio en Cartagena, cuando lo abuchearon por unirse a una marcha contra los asesinatos de líderes sociales. Recordé lo dicho porque muchos comentarios sobre este paro reproducen ese prejuicio: que protestar es inapropiado para la gente culta.
Hablemos entonces de cultura política: la protesta es un derecho constitucional, pero hay gente convencida de que es un gesto exclusivo de ciertos grupos sociales: los universitarios, los sindicatos, la izquierda y algún desempleado. Hay un mensaje no tan subrepticio según el cual los que protestan son sospechosos de algo: o tienen intenciones oscuras o son borregos manipulados y desinformados. Hay voces condescendientes que autorizan marchar, pero recomiendan que ojalá por el andén, mejor en fila, si van a gritar entonces griten pasito, y qué bueno sería que lo hicieran el fin de semana para evitar trancones. Gente que confunde una marcha con un desfile o una procesión y cree que si el Esmad interviene con gases lacrimógenos por algo será. Gente educada con el lema: “calladita te ves más bonita”.
Es más fácil la indignación del clic. Darle “me gusta” a un meme que muestra con humor que la posibilidad de pensionarnos está embolatada, o reenviar a un grupo de Whatsapp un mensaje larguísimo, que nadie leerá, con la lista de promesas de campaña rotas durante el gobierno. Protestantes de escritorio siempre ha habido. Pararse de la silla y movilizarse a la calle exige esfuerzo físico y político y esa tarea es mejor que la hagan otros: los universitarios, los sindicatos, la izquierda...
En una comunidad tan pendiente del qué dirán pesa más el chisme privado que el ejercicio de lo público: “¿Carlos Mario el alcalde es el mismo que lideró unas marchas?”, “qué oso salir a caminar al lado de esa gente”, “qué tal que lo vean a uno por allá”... De esa altura es nuestra formación política: heredada de generaciones que hablaban de la chusma y los chusmeros para referirse a quienes pensaban distinto.
La sociedad dócil y timorata solo acoge obediente las protestas que se promueven desde el gobierno o desde el púlpito, como las convocadas contra esa ficción llamada “ideología de género”, contra Maduro o las que organizó Uribe contra las Farc. Estuvo muy bien que en su momento saliéramos con camisas blancas y pañuelos ídem a exigir paz, pero ahora que está firmada y que los miembros de las Farc se desmovilizaron y entregaron sus armas también es legítimo marchar contra este gobierno, al que le quedó grande la tarea de cumplir su parte en los acuerdos.
Hace unos años un argentino me dijo que hablaba bien de la democracia colombiana que no hubiéramos tenido dictaduras como las del Cono Sur, pero que nos había faltado peronismo. No sé si sea por eso, pero sí creo que la violencia ha influido en la estigmatización de la protesta social, que en comparación con otros países acá resulta tan escasa: marchan los chalecos amarillos en París, las mujeres de pañuelo verde en Buenos Aires, la sociedad chilena, los indígenas en Ecuador y los jóvenes en Hong Kong. Acá las marchas llegan por televisión.
En Colombia la superpoblación de armas legales e ilegales de las últimas décadas desplazó el conflicto político al terreno militar. El desmonte de la confrontación armada implica más política y menos bala: más politización de la vida cotidiana. El espacio que ocupaba el miedo debería llenarse con más deliberación colectiva sobre lo público. La participación política no se reduce al acto de votar. Participar en una democracia tiene opciones distintas al sufragio y una de ellas es el derecho constitucional a la protesta. Por eso es curioso que se responda a la invitación al paro con réplicas como: “no protesten, mejor voten y ganen las elecciones”. No: los que perdemos las elecciones conservamos nuestros derechos, incluyendo los de disentir, expresarnos y protestar. Y los derechos son para ejercerlos, duélale a quien le duela.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015