Luis Francisco Arias, editor de Opinión de LA PATRIA, está en Aracataca, no solo como turista -pues aprovechó su viaje a la Costa para descolgarse hacia el municipio de Gabo-, sino más como el pupilo que regresa a la casa del maestro.
“Los pobladores llegan en bicicleta y en moto a mirar a los turistas, otros venden helado a la salida de la Casa Museo y otros están listos para ofrecer los almuerzos. También hay cantantes a la entrada homenajeando al maestro”, describe así la escena que se escribe en el terruño del fallecido escritor y periodista.
En 1995 tuvo el privilegio, junto a otros 9 periodistas de Colombia y otros países, de participar de un taller de reportaje con Gabo a través de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano – que el Nobel promovió-.
Esto fue lo que vivió:
“Recuerdo que fueron tres días muy productivos de taller, en los que un grupo de jóvenes reporteros, hace 19 años, nos deslumbrábamos con cada frase del Nobel, quien nos contó entre otras cosas algunos de sus trucos para crear los personajes de sus libros y hacerlos creíbles, pese a vivir en mundos de fantasías.
El Gabo tallerista era realmente un gran conversador sin agenda definida, cada sesión era una especie de obra abierta en la que surgía un tema cualquiera de discusión y alrededor de él el escritor lanzaba agudas reflexiones, contaba anécdotas o lideraba animado una tertulia de la que surgían preguntas que algunos de sus alumnos osábamos contestar. Fueron mañanas y tardes emocionantes, interrumpidas solo por apetitosos almuerzos con el maestro en los que continuaba la charla incesante en la que ese gran ídolo se mostraba sencillo y terrestre.
Recuerdo su insistencia en la necesidad de creer en las notas de nuestras libretas, más que en el uso automático de la grabadora. Nos dio muchos ejemplos de cómo en su oficio de reportero las notas que tomaba le permitían no solo recordar completas las frases de sus entrevistados, sino captar los gestos, los énfasis, las entonaciones y los detalles del entorno con los que le podía dar color a sus historias, algo que resultaba imposible que quedara plasmado en una fría grabación.
También nos ayudó a entender el concepto de reportaje como "la noticia completa", y acerca de cómo cualquier hecho noticioso es susceptible de dar a luz un gran reportaje, cuya identidad de género es muy cercana a lo que se conoce como crónica, según el maestro.
Nos dio muchos ejemplos de la cercanía del periodismo con la literatura, y de cómo el ejercicio de reportero fue vital para convertirse en el escritor que era. E insistía en que la realidad es tan fantástica que siempre supera a la ficción, razón por la cual es posible contar una historia real como si fuera extraída de la literatura.
Al segundo día, después de dejarnos para la lectura algunos reportajes que hizo sobre la situación de Angola en la década de los 60, nos relató detalles de su llegada a ese país, de las inquietantes entrevistas con algunos personajes e incluso sobre el momento en que sintió la certeza de que sería asesinado.
Fueron charlas vibrantes que aún recuerdo como si las hubiera contado hace poco tiempo, y que nos dejaron claro que un buen reportaje puede escribirse con 1 por ciento de inspiración y 99 por ciento de transpiración. Más que esperar a las musas lo que se requiere es disciplina y rigor para obtener y contar una buena historia, y ser persistentes en la reportería y en la artesanía de la escritura.
Insistió mucho en la idea de que el lugar más alto que puede alcanzarse en el ejercicio del periodismo es el de ser un buen reportero, que era el sitio más humilde en la escala, pero también el más valioso en una redacción.
Me acuerdo que el último día del taller nos lanzó a la calle, en una Barranquilla que para la mayoría de los alumnos era totalmente desconocida, con el objetivo único de encontrar hechos de la realidad que pudieran ser contados en forma de reportaje. Con algunos de los compañeros de aventura periodística estuvimos ese día en el cementerio popular de la ciudad, donde cada uno buscó algo que valiera la pena contar.
Ante el enorme reto que nos planteó Gabo, al encontrarnos luego con él comprendimos que muchas historias que tuvimos a la mano se nos pasaron por delante y no las vimos, y que él tenía esa sensibilidad de apreciar con claridad cuáles eran las buenas historias y cómo debían buscarse y contarse, algo que se convierte en un desafío permanente en este oficio.
Al final, a cambio del diploma que como es costumbre no entrega la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), obtuvimos la posibilidad de fotografiarnos al lado del maestro, imagen que conservo como un tesoro, y también un libro de los suyos autografiado, en el que me llamó "náufrago".
No sé si me le parecí en algo al protagonista de su célebre reportaje, o porque obtuve el derecho a estar en el taller debido a la historia que conté en LA PATRIA, en tres entregas, sobre una familia manizaleña que naufragó en el Caribe cuando hacía prácticas de buceo. Como sea, hoy puedo afirmar que tener a Gabo de maestro de reportaje ha sido la mejor experiencia profesional que he tenido en mi vida”.
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