Los colombianos estamos atónitos con el tono que han alcanzado los enfrentamientos entre el expresidente Álvaro Uribe Vélez y el presidente Juan Manuel Santos. Cuando está demostrado que lo que más requiere el país es buen ejemplo para dejar atrás la intolerancia que es responsable de la mayor cantidad de conflictos que provocan muertos y heridos en todo Colombia, los dos líderes se enfrascan en un choque que usa el lenguaje de una pelea de barrio.
Es verdaderamente lamentable la imagen que estamos proyectando hacia el exterior, cuando los que han sido y son protagonistas de la historia reciente de nuestro país, sacan a flote expresiones que violentan la sana convivencia democrática. Tenemos que hacer un urgente llamado a la cordura, para que se calmen los ánimos y se imponga el respeto, que es justamente el valor al que más debemos apostarle los colombianos si queremos alcanzar un futuro en paz. Deberían poder aplicar con sensatez la sabia sentencia de que lo cortés no quita lo valiente.
Nadie puede negar que, como presidente, Álvaro Uribe hizo grandes cosas por Colombia, que los avances en seguridad fueron supremamente importantes y que el país recobró la confianza en sí mismo. Sin embargo, también debe admitirse que el actual gobernante tiene todo el derecho y la obligación de hacer por el país lo que crea que es bueno, y su criterio merece toda nuestra consideración. Quienes no estén de acuerdo deben ejercer una oposición responsable y respetuosa, una crítica constructiva que busque el bien común.
Ahora bien, tampoco desde el Ejecutivo puede reaccionarse con pataletas que pongan en riesgo la estabilidad del país. Temas tan delicados como el del diferendo con Nicaragua, en el que debe manejarse una férrea unidad en la política de Estado, tienen que ser tratados con delicadeza y seriedad, no es admisible que se piense en levantar las reservas, lo que haría que se genere un ambiente de desconfianza que no le conviene a Colombia. Tal decisión es totalmente desacertada, más cuando aún se tienen posibles recursos ante la Corte de La Haya, en los que se debe seguir trabajando con determinación.
Lo que más duele y molesta es que el motivo de los insultos se base en habladurías acerca de quién dijo esto o aquello, de quién hizo o dejó de hacer otra cosa, siempre tratando de evadir responsabilidades en temas que merecerían un trato de mayor altura por ambos líderes. Los choques se concentran en lo personal, cuando los asuntos tienen un matiz que nos afecta a todos los colombianos, tristemente estamos asistiendo a un panorama de trivialización de los grandes problemas nacionales.
¿Cómo pretender que en las escuelas y colegios no se den los fenómenos de matone o bullying, cuando los dos grandes íconos del poder político en el país parecen no haber entendido las repercusiones que pueden tener sus actuaciones en la sociedad colombiana? ¿Cómo les podemos pedir a las nuevas generaciones que superen los rencores que nos han mantenido en guerra durante más de medio siglo, cuando los llamados a sanar heridas se encargan de escarbar en ellas?
Si les hemos de exigir a las guerrillas y a los demás actores ilegales que renuncien a la violencia y entreguen las armas, con mayor razón los colombianos tenemos que pedirles a nuestros líderes legítimos que dejen a un lado la artillería verbal, que puede resultar siendo igual o peor de dañina, porque los inversionistas que necesitamos atraer, la confianza en el país que requerimos cimentar y fortalecer, y la prosperidad que decimos perseguir pueden quedarse en mera palabrería si el ambiente que generamos es hostil y peligroso.
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