El enredo en el que se ha convertido el caso del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro Urrego, deja al descubierto una enorme inseguridad jurídica en el país, problema que deberá ser asumido como un gran desafío para los tres poderes públicos, los cuales tienen la responsabilidad de corregir tales fallas. Se deben poner de acuerdo para establecer procedimientos más claros y precisos cuando se trate de las competencias para sancionar funcionarios y limitar los alcances de herramientas judiciales como la acción de tutela, la cual solo debe ser efectiva en casos específicos, y cuando se hayan agotado todas las instancias legales.
Al tomar la decisión de obedecer al Tribunal Superior de Bogotá y firmar el decreto de restitución de Petro en el cargo de alcalde de la capital de la República, el presidente Juan Manuel Santos expresó que lo hacía porque “la ley es la ley aunque sea dura”. Sin embargo, lo que queda en evidencia en este caso es que nuestro sistema judicial es impreciso, con demasiados espacios oscuros, grandes contradicciones y debilidades descomunales. Igual habría sido expresar que nuestra ley es blanda aunque sea la ley.
El presidente Santos no se equivoca cuando deja ver que hay demasiadas atribuciones detrás del procedimiento de tutela, y que hay enormes averías en el sistema judicial que permiten que se filtren interpretaciones amañadas de todo calado, lo que ha llevado al país a este estado de incertidumbre. De hecho aún no se sabe si hoy o mañana Bogotá podrá seguir con el actual mandatario o tendrá que volver a cambiarlo. En menos de dos días esa ciudad tuvo tres alcaldes, lo que es un total exabrupto. Lo ocurrido evidencia que se debe hacer un trabajo serio de ajustes en varias normas, para que se den criterios que garanticen una verdadera justicia.
Queda al descubierto que la Procuraduría, definitivamente, se apresuró en actuar y lo hizo de manera excesiva, logrando solo que un mal alcalde se convierta en un pobre mártir al que hay que recompensar. Si ocurrieron problemas administrativos en el modelo de recolección de basuras en la ciudad, como en efecto pasó según la determinación de la Superintendencia de Industria y Comercio que multó a Petro y a otros funcionarios con cerca de $1.200 millones, había que esperar esos resultados para que una decisión disciplinaria resultara pertinente. El resultado es que ni el proceso de revocatoria que impulsaron sus opositores ha logrado concretarse y cada vez hay menos posibilidad de que el mandatario reciba el castigo democrático de los bogotanos.
Para mayor confusión, además de que el presidente de la República está ahora obligado a acatar el pronunciamiento de fondo que haga la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a Petro le queda aún la posibilidad de que la Corte Constitucional y el Consejo de Estado emitan sendos fallos que podrían volver a cambiar radicalmente el panorama actual. Además, al revivir el proceso de revocatoria, el escenario se torna totalmente inestable, y no puede olvidarse que en caso de que su destitución sea confirmada después del 30 de junio, será el propio alcalde destituido quien designe a su sucesor.
Todo lo ocurrido en torno al mandatario bogotano nos tiene que llevar a la reflexión, de la que surjan claridades sobre qué hacer en el futuro. Además de limitar los abusos de la acción de tutela, también es necesario revisar las atribuciones y alcances del Ministerio Público. Muy pronto hay que retomar el fallido proyecto de reforma a la justicia e introducir todos los cambios que se requieren para garantizar la seguridad jurídica. Tal inestabilidad puede tener consecuencias graves para el país, más cuando se dan permanentes choques de trenes, porque tampoco hay claridad en las jurisdicciones y jerarquías, lo que termina en señalamientos políticos y desórdenes administrativos.
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