Diversos hechos recientes han empezado a generar el interés de varios sectores del país hacia la tenencia y el manejo productivo de la tierra. Hace unos dos años el Pnud (Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo), durante la entrega de su segundo informe de Desarrollo Humano en Colombia, mostró cómo el territorio apto para la agricultura no está bien utilizado, cómo las inequidades en el campo son más profundas que en las áreas urbanas y cómo históricamente los campesinos han ido perdiendo importancia en un país que lo tiene todo para que lo agrario esté en primer plano.
En su momento, dicho informe tuvo poco eco, aunque sirvió en buena medida de insumo para la trascendental Ley de Víctimas y Restitución de Tierras que impulsó la administración de Juan Manuel Santos en el comienzo de su gobierno, pero que se ha ido quedando sin ser aplicada al ritmo que se necesita. Después vino el anuncio de los diálogos con las Farc, cuyo primer tema de discusión, por tratarse del que se consideraba el más difícil, sería el de tierras.
Aunque hace dos meses se celebraba con alborozo que ya en La Habana (Cuba) se habían logrado importantes acuerdos con la guerrilla en torno a los asuntos del campo, poco después se comenzó a activar un viejo conflicto de tierras en la región del Catatumbo, en donde los campesinos llevan cerca de mes y medio bloqueando las vías, como mecanismo de presión para que el Gobierno les entregue ayudas a cambio de sustituir cultivos ilícitos y, además, se declare una Zona de Reserva Campesina (ZRC), en la que puedan ejecutar sus iniciativas productivas.
La intromisión de las Farc en la protesta social y la terquedad de los líderes campesinos han llevado a que la situación se convierta en caldo de cultivo para que sectores de la sociedad a los que no les conviene que en el país haya cambios reales en el esquema de propiedad de la tierra, satanicen conceptos como el de las ZRC, que pese a estar autorizadas por la ley desde hace casi 20 años no han logrado ningún avance. El Gobierno también ha dejado que las cosas avancen más allá de lo tolerable, y no logra avanzar en las decisiones sociales que deberían llevar a un cambio sustancial en esa zona.
Adicionalmente, para acabar de enrarecer el ambiente, se conocen casos como los de la adquisición irregular de amplias extensiones de tierras en el Guaviare por algunos empresarios azucareros y por multinacionales, valiéndose de algunos artificios legales. De todos es sabido que estos hechos llevaron a que esta semana el embajador de Colombia en Washington, Carlos Urrutia, decidiera renunciar a su cargo y poder asumir así su defensa, sin causarle problemas adicionales al Gobierno.
Como si fuera poco, el sector ganadero, que es tal vez el poseedor de las más grandes extensiones de tierra en el país, viene impulsando una dura crítica a las políticas agropecuarias oficiales, entre otras porque considera que los efectos del TLC con la Unión Europea, que comenzará a ejecutarse a partir del próximo agosto, los afectará fuertemente debido a que no podrán competir en condiciones favorables frente a los europeos, que tienen sistemas más tecnificados e intensivos en la ganadería de leche y quesos, por ejemplo.
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Así que, el panorama en torno a la posesión de tierras y su productividad se siente agitado. Es un conflicto que se ha ido engordando durante décadas y que le estalló a este Gobierno, el cual debe entrar a trazar la ruta de las soluciones, nutriéndose de las diversas posiciones y de los distintos intereses. Está llegando el momento de generar una nueva y moderna política para el campo, en la que quepan los grandes empresarios agroindustriales y las pequeñas familias campesinas. De lado y lado es necesario que se ceda y se aporte, para que el futuro de la agricultura sea próspero y Colombia pueda responder con suficiencia ante los retos que le plantean los TLC.
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