Es tan grave el problema de la movilidad en Bogotá, que dejé un trabajo porque las oficinas eran en el centro de la ciudad y luego acepté otro en donde me pagan la mitad, solo porque es más cerca de mi casa. Nadie que viva en Manizales lo entendería. Pero en Bogotá, desde donde escribo, cualquiera sabe de qué hablo. Aunque no sé si todos lo harían… porque si uno lo piensa bien es una estupidez. Ahora que lo escribo me asaltan serias dudas, más bien creo que el problema es que he llegado a un punto de la vida en que no soporto nada. O puede que no sea por los años, tal vez sea un problema psicológico de intolerancia crónica que puede surgir repentinamente por algún trauma o experiencia recurrente. El caso es que ya no soporto nada.
Nada que no me guste. Nada obligado. Que me aburra. Nada que no me motive.
Antes yo soportaba trancones con paciencia y sobrevivía a ellos. Ahora me aniquilan. Empieza a darme un soponcio al sentirme atrapada sin esperanza, encerrada y sin poder echar para atrás ni para adelante, ni para un ladito, ni dejar el carro tirado. Sin opciones, únicamente aceptar el camino: eso ya no lo soporto. Y tener que hacerlo porque no hay de otra: ya no lo aguanto.
No sé a qué horas me pasó esto. Antes yo trabajaba en oficinas, un día tras otro, iba al trabajo, sin preguntarme nada, sin contestarme tampoco. Seguía instrucciones, hacía lo que me pedían, sin cuestionar, sin pensar, sin importarme tampoco. Y ya no puedo. Si lo que me "ponen a hacer" no sirve para nada, no soy capaz de hacerlo. Y además ahora no resisto que me "pongan a hacer". Yo firmo un contrato de servicios donde se especifican mis obligaciones, las hago, punto. He aprendido tanto de eso que ya no firmo uno donde al final de la lista de tareas, diga: Asistir a todas las reuniones que el interventor considere. Los jefes adoran las reuniones y si uno va a todas no puede cumplir el objeto del contrato. Y no le pagan. Y a eso sí le tengo pavor. Yo entrego resultados para que me paguen, y hasta ahí. Aunque es posible también que tenga problemas con las figuras de autoridad… pero la verdad es que de eso siempre he sufrido. Lo que pasa es que, como todo, se me está acentuando. Lo cierto es que yo podía trabajar, ir a largas reuniones inútiles, cumplir órdenes, horarios, tareas que no me tocaban. Hasta podía hacer fila en un banco y esperar estoica mi turno.
A mí antes me gustaban los paseos, el gentío, las fiestas, los conciertos. Ahora prefiero ir con mi pareja a todas partes, menos donde haya gente. Ni ruido, ni parlantes cerca. Ni recreacionistas ni muchachitos aprendiendo a clavarse en la piscina. Me aburren infinitamente unas amigas con las que me reunía de vez en cuando en algún restaurante: siempre me preguntaba qué hacía ahí si podía estar en mi casa. Llegábamos todas a contar al mismo tiempo los mismos cuentos que para unas eran de trabajo y para las otras de amor o desamor. Básicamente yo iba a oír los del corazón, que esos sí me gustan, pero las pendejadas del trabajo me enervan. A ellas no les interesaban ningunas de las historias de las otras, solo hablar. Gritar. Dejar muy claro su punto. Qué pereza. Será porque en este periódico opino tanto, que para mí ya es suficiente. Me leerían, si a alguna de ellas le importara lo que pienso. Y agradezco a ustedes por salvarme de volver a un restaurante a vociferar boludeces con cinco viejas.
Tampoco me resisto los borrachos. Menos si hablan. Ni los sobrios, si pontifican. Ni las fiestas de matrimonio, ni salir a bailar con alguien porque toca, ni las visitas. Ni las misas. Es sorprendente que lo que sí aguanto cada vez mejor son las reuniones familiares. Pero no los paseos: después de la primera noche ya empieza uno a hacerse el que está pasando bueno a pesar de las ganas de irse a dormir en cama propia.
Como les decía, el problema del tráfico en Bogotá, solo puede solucionarse… si nos morimos todos. Como no resisto ya ni hablar de lo que me disgusta, dejo así el tema para que ustedes me sigan soportando. Porque en este momento necesito más un soporte que un psiquiatra.
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