La obra literaria creativa de Eduardo Escobar es abundante y de calidad. Nació como poeta y se erigió como ensayista, sin mayor problema. Lector abrumador desde la infancia. Combina los géneros, desconociéndolos y recreándolos. Cuando escribe es poética su forma en el decir más solvente. Sus artículos de prensa son breves y bellos ensayos. Más de veinte libros testimonian su perseverante labor, desde su "Invención de la uva" (1966), sintonizada con la irreverencia del Nadaísmo del que fue miliciano y actor. Premio Simón Bolívar por sus columnas de prensa. Publica ensayos fundamentales en la "Revista Universidad de Antioquia" y en otros medios calificados. Seminarista fugitivo y discípulo de Fernando González, el filósofo de Envigado, a quien presta atención en su pensamiento disidente. Y el cercano de Gonzalo Arango, el profeta mayor.
El Nadaísmo, visto hoy, aportó elementos fundamentales a la cultura colombiana: escrituras abiertas al lenguaje cotidiano y el derecho ejercido a las diferencias. Escobar tiene carga abundante de información elaborada en su inquieto e inquisitivo magín. Mueve ideas, imágenes y elabora interpretaciones, en un estilo de gran riqueza idiomática, con ritmo como el que se siente en su poesía. Pieza mayor es "Homenaje a un anticuario muerto", extenso poema en memoria de su padre. Y también su ensayo "Habla, memoria", sobre Vladimir Nabokov.
Alguna vez se le ocurrió indagar, con el apoyo del Instituto de la Cultura de Cundinamarca, sobre músico chapín, "cojitranco de misas y pasodobles", singular en la historia bogotana del siglo XIX, con la intuición de ser un personaje de novela, además con el eco influyente de su abuelo paterno, músico-cantor de iglesia. Fue quizá pionero en advertir el valor histórico de Julio Quevedo Arvelo (1829-1897), a quien califica de "hombre inteligente y culto, de noble cabeza", y de su padre el músico venezolano Nicolás Quevedo Rachadell, traído por Bolívar a Colombia, admirado en su proximidad. De su pesquisa produjo el libro "Fuga canónica" (Ed. Universidad EAFIT, Medellín 2002).
Tropieza con informaciones y documentos que explora en sus intimidades para además advertir el panorama capitalino en el siglo XIX. A veces da la impresión de estar construyendo una novela, incluso con repetida invocación de esta forma en el texto al amparo de su filosofía: "la vida no es más que un ir armando cabos". Y en el conjunto tiene paréntesis de asombrosos relatos, de la más refinada literatura, en el tono singular de Eduardo, como ocurre al desarrollar recuerdos e interpretaciones sobre el "jipismo" y los Beatles. Incorpora 54 páginas de partituras, composiciones de Quevedo Arvelo. En el desarrollo del libro asocia filósofos-músicos como Nietzsche; poetas como Silva, Pombo; músicos como Satie, Debussy, Poulenc, Ravel; escritores de testimonio como Tomás Rueda Vargas, José María Samper, Cordovez Moure; a los filólogos Rufino José Cuervo y Ezequiel Uricoechea…
Su condición de irreverencia en el origen le da valor para el desarrollo de este trabajo significativo. Tiende una mirada crítica a Colombia, y recoge pasajes donde se desprecian valores, o se inmoralizan acontecimientos fastuosos del arte, y acude con frecuencia a obras, autores o acontecimientos de otros lugares y épocas, para acotar la propia manera de ver el mundo. Alcanza la comprensión del personaje que estudia, hasta reconocerle a Quevedo Arvelo el "genio de pedagogo y la lucidez del visionario".
Identifica que el "chapín" Quevedo fue perseguido, como lo fueron José María Ponce de León, Honorio Alarcón, Enrique Price, pero no dejaba de tener personalidad conflictiva desde la infancia, con momentos irascibles y de aislamiento, paranoico. Se formó en la ejecución del violín, violonchelo, flauta y piano, con buenas bases en la filosofía y acertado profesor de música, autor de tratado de armonía. Viajó por Venezuela, en medio de despechos amorosos, y merodea por lugares, para retornar a Bogotá, en medio de sufrimientos de pena. Envejece precoz. Los niños lo temen y lo insultan. Su humor es negro, y la tristeza lo abate. Muere en Zipaquirá de 69 años, siendo sus últimas palabras, al escuchar voces lejanas: "¿Me dicen que ya? ¿No oyen?".
Piensa el autor que Silva debió haberse visto muchas veces en Bogotá con su vecino El Cojo, auncuando expresa la hipótesis de Silva haberlo despreciado, por "pobre, asceta y desabrido". Resalta la tarea cumplida por Morales Pino, su alumno, y de quienes le siguieron: Ricardo Acevedo Bernal, Fulgencio García, Emilio Murillo, Carlos "el ciego" Escamilla y Luis A. Calvo, en la línea de formación por los Quevedo, padre e hijo.
Al final el libro contiene diversas descripciones que involucran a José Asunción Silva, a Carrasquilla, al Bolívar melómano, con pasión por la música popular y por el baile. Y acude a la conmemoración del centenario de nacimiento de Julio Quevedo Arvelo, en 1929, al seguir los registros que hizo el periódico "Mundo al Día". Y recapitula aspectos de los quebrantos del personaje y de los tiempos transcurridos. El libro tiene valioso apéndice con el catálogo de las 52 creaciones musicales reconocidas de Julio Quevedo Arvelo, en las modalidades de orquesta, piano, música vocal y banda.
El libro de Eduardo Escobar no deja de ser extraño por su no estructura, especie de ‘collage’, por retorno a temas de su obsesión, con la palabra "novela" reiterada como intención de obra futura. Pero es un aporte por las fuentes primarias a las que accede, por la manera zigzagueante de la narración y por las puertas que abrió para la valoración de personajes singulares en la música capitalina de ese convulso siglo XIX.
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