No se trata de una falsa alarma. Sin embargo, sálvese quien pueda es la consigna bajo la cual avanza a pasos agigantados la nueva época del individualismo mundial. Sus síntomas inequívocos vienen determinados por el sinnúmero creciente de conductas primitivas y prepotentes, llamadas a socavar en su integridad, las frágiles bases de la sociedad contemporánea, ya lo suficientemente erosionada por acción del poder demoledor del consumismo, que, entre otras cosas, acentúa la indisciplina social.
Como nefasta coincidencia, la tolerancia se ha transformado en una flor exótica, cuya ausencia trae consigo desconocidas expresiones de agresividad tanto física como verbal, impulsos que eran considerados superados por la civilización de las costumbres. Irónicamente, mientras más sorprendentes son los avances tecnológicos en la comunicación, resultan más letales los efectos del resentimiento instantáneo y de la virulencia en las redes sociales. Una de las experiencias más deprimentes es asomarse a los foros de los diferentes medios de comunicación vía Internet donde compiten en procacidad las bajas pasiones lo mismo que los juicios atropellados, irresponsables e indecentes.
La sensación, entonces, es la de vivir dentro de un conglomerado deshumanizado, ansioso de toda suerte de espectáculos, entretenimiento que reúne en la misma pista la trivialidad, la política, el sexo y la justicia, materia prima de los escándalos y del sensacionalismo.
Así las cosas, pasamos de la tradición altruista de las comunidades secularmente solidarias a la materialización de una competitividad desalmada que amplía su imperio a dentelladas sin atenuante alguno, sin límites legales, éticos ni morales, es decir, donde todo vale. El caos social también llega acompañado de la anarquía impuesta por los modernos valores, en la cual la inmoralidad es la siniestra reinita de los últimos tiempos.
Algunos alegarán que nuestro país aún tiene sensibilidad humana y, como prueba de ello, nos remitirán a las expresiones de indignidad nacional y de repudio colectivo manifestadas alrededor de hechos recientes, como el brutal asesinato de una esforzada y anónima ciudadana en manos de un sicópata incurable, ofensiva y sorprendentemente libre, que se paseaba por el Parque Nacional de Bogotá como Pedro por su casa. Por eso, esa condena -en apariencia unánime- resultó más instintiva que razonada, fue solo una llamarada de guadua, un respaldo episódico que posiblemente desencadenó odios reprimidos, así como una desmedida sed de venganza. No olvidemos que Colombia es pasión y el Estado de Derecho no es propiamente su fuerte.
En un panorama más cercano, veamos una muestra folclórica de la indisciplina social que encontramos, a manos llenas, en nuestra decadente aldea, al parecer bajo el yugo de la indiferencia ciudadana en todos sus estamentos y rincones. El pasado 29 de mayo fue decretada la alerta naranja en los alrededores del nevado del Ruiz, en vista de la inusual actividad del volcán Arenas. Esto señala la probabilidad de su erupción en cuestión de días o semanas. Pues bien, entre los pocos, muy pocos obedientes al claro anuncio, ha sido el campo de aterrizaje de La Nubia que desde la fecha se mantiene inactivo -como nuestros parlamentarios-, vale decir, desde el preciso momento en el que la reconocida aerolínea del incumplimiento y la falta de seriedad encontró la excusa perfecta para no volar a Manizales. Los abuelos decían que hay pícaros con suerte.
Otros disciplinados fueron los moradores de las riberas de los ríos que bajan del macizo volcánico. En efecto, sin mayor resistencia acataron la orden de abandonar sus casas y acudir a los refugios dispuestos para salvaguardar sus vidas. Hasta ahí, todo parece bajo control. Pero las recomendaciones del Instituto Vulcanológico y de los organismos de salud sobre el uso preventivo de tapabocas para evitar trastornos respiratorios solo fueron acatadas un una ínfima proporción de los habitantes que ha tomado con seriedad la situación de alarma.
A todas estas, y ante la escasez de liderazgo, de autoridad, de sentido común y de gobierno en nuestra postrada parroquia, no queda otra alternativa que revalidar esa expresión tan socorrida en las tragedias humanas: ¡Sálvese quien pueda!
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