Todavía está fresca la conmemoración del Día Internacional del Trabajo, y como se ha hecho costumbre, es mínimo el espacio para la reflexión sobre las condiciones de dignidad en las que se desarrollan las actividades laborales, en parte por los intereses de algunos en que tales debates no prosperen, pero también por las formas lamentables en que derivan en vandalismo buena parte de las movilizaciones y protestas sociales de los trabajadores a lo largo y ancho del mundo. Ni la indiferencia ni el vandalismo van a conseguir establecer los diálogos que se requieren al respecto.
También está relativamente fresca la noticia del desplome de un edificio en Bangladesh, donde más de tres mil personas fueron forzadas a permanecer trabajando en deplorables condiciones -de seguridad y dignidad- a cambio de salarios paupérrimos, que han resultado ser la clave para la competitividad de la industria textil europea. Hasta hoy llegan noticias sobre búsqueda y detención de presuntos responsables, destituciones de funcionarios de los gobiernos locales e incremento en el número de víctimas fatales, que ya superan los 430.
Pero lamentablemente, estos hechos trágicos corren con la suerte de cualquier noticia, que gana vigencia por algunos días, pero al final se archiva sin que se hubiese dado el debate o la reflexión necesarias para que estas historias nunca se repitan.
Prueba de ello es la tragedia de la mina "La Preciosa", en Amagá, a mediados de 2010, que cerró con un lamentable saldo de 73 muertos, pero que apenas sumó víctimas a las que antes ya se habían registrado en la misma mina en cuatro accidentes en los últimos 20 años. Seguramente este capítulo doloroso no es recordado por la mayoría o al menos, con seguridad, no es tan recordado como el fenómeno mediático del rescate de los mineros chilenos apenas un par de meses después de la tragedia de Amagá.
Aunque no nos ha gustado nunca que se haya dividido a los pobladores del planeta en varios "mundos", y menos aún pertenecer al tercero de ellos, parece indudable que los hay. Hay un mundo que consume de manera desmedida, y que ya no repara en fronteras entre lo útil, lo necesario, lo extravagante o lo que simplemente hay que tener "para no estar al margen". En ese mundo no hay preocupación por lo que se gasta, porque hay estrategias para superar esos límites, y tampoco hay preocupación por lo que se desecha, porque simplemente va a un lugar donde se pierde de vista.
Hay otro mundo que produce todo lo que los anteriores demandan, pero además generan nuevas necesidades, para que se demande cada vez más. Este mundo ya no conoce fronteras, porque bien pueden poner en una tienda, al alcance de la mano, unas gemas de África, un aderezo de oro de Los Andes americanos y un abrigo ensamblado en Asia. Todo, al mínimo costo para ellos y a un precio de lujo para quien lo adquiere. Son los nuevos dueños del mundo, solo que estos quieren permanecer incógnitos.
Y hay un tercer mundo, el de los trabajadores, el de quienes se exponen a condiciones infrahumanas, el de los que renuncian a su descanso dominical, el de quienes trabajan hasta la medianoche, pero que ya no lo hacen en horas extras, simplemente porque ya no lo son, el de quienes deben cambiar su acento para hacer pensar que son parte de un sistema de mercado globalizado… el de nuestra gente y nuestros países. Lo de Bangladesh es el extremo de la tragedia derivada de la codicia y la explotación. Más cerca que ese extremo, pero todavía lejos de la dignidad y la justicia que deberían enmarcar cualquier trabajo, están muchos de nuestros trabajadores en minas, en plantas industriales e incluso en algunos de nuestros "Contact center", que lamentablemente son la única opción de muchos de nuestros conciudadanos.
Hace pocos días vi, dentro de la nueva promoción de país con la campaña "La respuesta es Colombia", que el nuestro es uno de los países que más protege la inversión extranjera. ¿Seremos también uno de los primeros en protección laboral? No conozco las cifras, pero sinceramente lo dudo.
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