El silencio es un comodín de los políticos. Se calla para exprimir en aislamientos el zumo de la adversidad. Cuando la suerte abate y estrangula la derrota, nada más aconsejable que un retiro transitorio para hacer introspecciones, localizar flaquezas y dejar que la medicina del olvido restañe heridas y abra espacio a nuevos horizontes. Nuestros grandes políticos, cuando pueden, se refugian en la diplomacia mientras amainan las tormentas. Es sabio saber esperar. Jamás el aire de las alboradas abaniquea siempre la suerte de los hombres públicos. Las fogatas del día declinan en los atardeceres y desaparecen cuando la noche arropa con velos funerarios. Pero en un nuevo amanecer, la aurora despunta con fuerza incontenible. La política tiene hálito vital y quienes en ella ofician sobreviven a todos los naufragios.
Sustraerse por cortas temporadas deja réditos positivos. Crear expectativas, abrir interrogantes, permitir las especulaciones de las cábalas, es un socorrido recurso de ladinos estrategas. La embajada en Washington fue antesala de los presidentes de Colombia. Allí se mantenían a distancia de las camorras, incontaminados y lejanos, para regresar como salvadores de la patria. El escampadero diplomático preserva de las contaminaciones que dejan las refriegas democráticas.
Se esconden los políticos de viso. Es una maniobra socarrona, una manera de evitar los rápidos desgastes. Jamás del cansancio se dejan encorralar. El electorado los quiere atléticos, astados de nervudo tórax anhelante, con altivo aire bizarro. El pueblo gusta de los oradores de palabra con eco retumbante, expertos en crear circuitos emotivos o se deja convencer por quienes siembran los surcos con semillas cerebrales. El político de gran calado evita trabajar al menudeo. Se agazapa mientras la historia chica se desvanece en farándulas mediáticas. Es "ave de tormenta" y con el dios de los relámpagos sorprende con ruidosas descargas en un cielo estremecido por la fuerte irradiación de los colores cambiantes.
Este exordio se escribe como antesala de un personaje que doma vientos, le hace esguinces a las tempestades y somete a su antojo la versátil naturaleza. Germán Vargas Lleras. Lo vimos y valoramos en la anterior contienda presidencial. Si la temperatura de alto voltaje en los debates hubiera durado dos meses más, el mandatario actual de Colombia sería él y no Juan Manuel Santos. Centellea en las polémicas, brilla como parlamentario, ha sido eficaz ministro y lo signa la estrella de David.
En los últimos treinta años el ejercicio político cambió radicalmente. Llega al Solio de Bolívar quien encarne ideas conservadoras y presente un cautivador programa de gobierno. Fenecieron los alaridos sectarios y el irracionalismo banderizo. La política tiene ahora recatada emoción y mucho cerebro. El Frente Nacional erradicó para siempre el fragor brutal de los enfrentamientos, para abrirle calle de honor a las coaliciones que promuevan soluciones a las demandas sociales. En estos moldes innovadores se mueve -hoy- la política colombiana.
Estamos inmersos en el ring de las refriegas. Álvaro Uribe parece ser el único dueño de la pista. Recorre con aplaudida diligencia todos los territorios. Si no surge pronto un contra-hombre se va a merendar el país. Tal vez por eso, con fino olfato de experto jugador, Santos se desprendió de su mejor ministro, para que comande la próxima lid presidencial.
Vargas Lleras desapareció de la escena. ¿Murió acaso? ¿Se encuentra en una clínica de reposo? ¿Viaja por el mundo? ¿Con olfato de zorro calcula que aún no es suyo este momento electoral? ¿Utiliza la campiña como tranquilo invernadero? ¿Detecta en los labrantíos, con el caracol de su oído, la tenue melodía de la savia que trepa por los filamentos de las plantas? ¿Lo frenaron las amenazas? ¿Se le quitó a Santos? ¿Anda organizando su propia candidatura? ¿Abandonó la política?
La campaña santista necesita un general que dirija los avatares de la guerra. Si no es Vargas Lleras, ¿quién?
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