De las cosas que con mejor expectativa recibió el país con la expedición de la Constitución de 1991, fueron las previsiones de que algunos de los más importantes servidores públicos del Estado, especialmente los que tenían bajo su égida los órganos de control, fueran sustraídos de los que eran tradicionales mecanismos de su escogencia o elección.
Las aciagas o tristes épocas vividas hasta aquel momento, en parte ya superadas, indicaban que la elección de contralores correspondía ‘exclusivamente’ a los órganos políticos por excelencia (Cámara de Representantes, Asambleas Departamentales y Concejos Municipales), cuyos titulares se ponían al servicio de los grupos políticos o coaliciones que se conformaban para elegirlos, convirtiéndose así en el yugo burocrático de quienes no hacían parte de aquellos, y cuya nómina en buena medida representaba el sostenimiento de una cauda electoral (no había carrera administrativa), y de paso, el control fiscal se constituía en un simple ideal de escasa concreción. El Procurador General de la Nación era también elegido por la Cámara de Representantes de terna que le enviaba el señor Presidente de la República, quien a la postre hacía el ‘guiño’ de preferencia; los cargos de la Procuraduría estaban -y muchos lo siguen estando-, sometidos a la potestad discrecional (de su libre nombramiento y remoción) del nominador, cuya relativa estabilidad afecta muchas veces el ritmo y eficacia del servicio.
Al crearse instituciones nuevas para otros frentes del Estado y teniendo en cuenta las no gratas experiencias pretéritas, el Constituyente vio la imperiosa necesidad de controlar la designación de esos altos servidores del Estado a efectos de lograr no solo mayor participación, sino también garantizar mayor efectividad en las competencias de esos entes públicos; y el camino más viable para imprimir imparcialidad, pulcritud e independencia en su designación, era acudir a la denominada tercera Rama del Poder Público, esto es, a la Rama Judicial. Así, el Contralor General de la República ya no lo elegiría directamente la Cámara de Representantes, sino que lo haría el Congreso de la República ‘en pleno’, debiendo antes pasar por el tamiz de tres de las Altas Cortes (Consejo de Estado, Corte Constitucional y Corte Suprema de Justicia) quienes confeccionan la respectiva terna, dando cada una un candidato; mientras que con respecto a las Contralorías Territoriales los postulantes son los Tribunales Seccionales, previo concurso de méritos, los que presentan las ternas a las corporaciones públicas de los respectivos departamentos y municipios. Y al señor Procurador lo elige hoy el Senado de la República, y la terna ya no la elabora exclusivamente el señor Presidente, sino que ahora también concurren el Consejo de Estado y la Corte Suprema, postulando cada uno un aspirante. A ello se agrega que al Fiscal lo elige la Corte Suprema de Justicia de terna que le remite el Jefe del ejecutivo nacional. Y para darle mayor pureza y eficacia al sufragio, de igual modo se encargó a las Cortes mencionadas para escoger, previo concurso, al Registrador Nacional del Estado Civil. Por último, el Consejo de Estado elige al Auditor General de la República, de terna que le pasa la Corte Suprema, y que es quien finalmente vigila la gestión fiscal de la Contraloría General.
Cuando se entregó a la Rama Judicial la tarea de contribuir al rescate de antiguas instituciones y de mantener al margen de manejos estrictamente políticos la designación de aquellos altos funcionarios, en muy buena medida el Constituyente logró ese propósito, y querer desmontar ello sería retroceder a un pasado de no muy grata recordación. Con el actual proyecto de reforma a la justicia se da el voto de confianza a esos métodos.
Desde luego que hay contradictores de ese sistema que estiman que ello ha llevado a la ‘politización’ de la justicia, lo que no lo creo así, y para evitar que esa ‘desconfianza’ se dé, pues simplemente que el Legislador establezca estrictas reglas para velar por la pulcritud de esos mecanismos.
Como se ha visto a lo largo de estos 21 años de la Constitución de 1991, se escogen, designan o eligen personas de las más aquilatadas virtudes y de experiencia en el campo que les corresponde laborar, y sobre todo, que los filtros constitucionalmente establecidos permiten garantizar la selección de muy buenos candidatos o funcionarios.
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