A los congresistas se les elige para ejercer unos cargos cuyas funciones indica la Constitución. Se les quiere en plenitud de sus capacidades mentales, físicas y en el desempeño del más alto rango de la ética. Se les quiere observar en la defensa de sus convicciones sin transacciones indebidas; se les quiere apreciar en profundos análisis de conveniencia e inconveniencia en los asuntos sometidos a su decisión; se desea que tengan capacidad para hacer consensos oportunos, de valor y sin menoscabo de sus principios.
Se desea que tengan la fortaleza suficiente para adoptar posiciones divergentes, convincentes y estables mientras no medie causa justificable al cambio; se les quiere independientes frente a propuestas de terceros que buscan preferencias personales en contra de la sociedad o del Estado; se les quiere incólumes frente a lo trivial; se les quiere con entereza para participar en los debates y no mantenerse en forma permanente bajo efectos de la sordera, la ceguera, la afonía y la parálisis. Y, la lista se hace larga.
No todo lo que se desea es factible en cualquier tiempo y circunstancia, por lo que hay que entender que las normas y decisiones deseadas no se dan siempre, por razones de la complejidad de un cuerpo colegiado como es el Congreso, pero el indicador de la actividad, que es lo que se desea, son los debates.
Da tristeza que mientras un miembro del Congreso expone sus tesis, sus compañeros de misión se observan en coloquios interminables; en sesiones intensas de hilaridad; en actividades maratónicas de arriba para abajo, en una especie de juego de entrar y salir continuamente del recinto, para no mencionar las comunicaciones individuales con el exterior o interior del Congreso esperando que sea solicitando información actualizada para la discusión. En fin, lo que menos importa es lo que el colega congresista dice desde su puesto, o el invitado desde su atril.
No deben realizar otras funciones diferentes, todo lo deben encauzar hacia el cumplimiento sus actividades que tienen muchos aspectos, y no solo lo que finalmente es más evidente como las leyes ya sean nuevas, modificadas o simplemente derogadas, elecciones propias o cuando eligen funcionarios en cumplimiento de sus atribuciones o hacen control político o investigan a altos empleados del Estado. Y, como todo está escrito, el cumplimiento de los artículos 135, 173 y 178 de la Constitución Política es obligatorio.
Los congresistas han llegado allí como políticos, no como técnicos, eso no puede ser ignorado ni olvidado. Ellos proceden de diferentes regiones y han ejercido otras actividades propias de su profesión u oficio. Cuando están en el Congreso es para laborar allí. Queda una inmensa duda si deben interceder directamente ante las altas dignidades administrativas de la República, por los proyectos e intereses de sus conciudadanos. ¿Quién y con qué principio ético harán el control posterior?
La semana anterior se conformó una comisión del Congreso para asistir como médicos y congresistas a la casa del Vicepresidente de la República para observar si él podía ejercer sus funciones en la actualidad. Vaya despropósito en la función de la medicina.
Si se quiere un análisis médico de esta persona elegida popularmente por los colombianos, éste debe ser solicitado por autoridad competente, en este caso el Congreso, a través del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses. Lo demás son impresiones, inclusive imprecisiones, y cuentos de sala. Para interpretar un dictamen emanado de esta entidad no se necesita ser médico. Los médicos pueden estar bordeando una infracción a la ley de ética médica.
El médico está siempre permitido y obligado a realizar procedimientos como son los primeros auxilios y allí es valedera la expresión ¡Sálvese quien pueda! Otro asunto muy diferente es que los conocimientos de la ciencia y el arte médicos, les puedan servir para debatir y votar sobre aspectos de la salud en Colombia. ¡Ahí será Troya! Los médicos a su medicina y los congresistas a lo suyo, eso es lo afortunado.
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