El momento político por el que atraviesa nuestra patria, tiene hoy una particular característica que muy seguramente nos va a llevar a que las elecciones que se avecinan, se desarrollen bajo campañas innovadoras que puedan significar una verdadera revolución en el esquema del poder colombiano. Porque, ¿quién mueve la agenda del Gobierno Nacional? ¿Quién maneja las prioridades en los temas que enfrenta a diario el país? ¿Quién determina, en últimas, la agenda del propio Congreso de la República? ¿Quién resultó siendo el centro de doctrinas y jurisprudencias de las Altas Cortes? ¿Quién mueve y hace reaccionar a los grandes dirigentes políticos colombianos? La respuesta es una que, así suene dolorosa para muchos, es totalmente indiscutible: Álvaro Uribe Vélez.
Y aunque parezcan exageradas las afirmaciones anteriores, la realidad que a diario presenciamos y padecemos nos lo demuestra, pues así hayan querido descalificar, amordazar, desvalorizar o minimizar el poder uribista en Colombia, tiene más relevancia hoy un trino del expresidente Uribe que un discurso dubitativo del propio presidente Santos; tiene más influencia en las tendencias de las leyes la posibilidad de perjudicar políticamente a Uribe, que su sustancia y el argumento real de quienes las crean; tiene más peso la afectación a Uribe y sus amigos a través de una doctrina o una jurisprudencia, que el fondo jurídico real que las acompaña; tiene más trascendencia una frase opositora directa, que cientos de decisiones adoptadas en congresos y convenciones de los partidos políticos.
Y es que los mismos políticos oficialistas en medio de su desespero e impotencia, se han ido acorralando de tal forma que cualquier decisión que adopten resulta contraproducente y termina dándole más publicidad y espacio a su contendor. Así pasa en la Presidencia, en el Congreso y en los estamentos judiciales y de control. Y el pueblo lo está percibiendo con meridana claridad y reaccionando al respecto.
Tal vez todas estas circunstancias que el mismo Gobierno Nacional viene forzando a través del ejercicio desbordado, demagógico y clientelista del poder, han llevado a que se aprecie el desespero, la improvisación y la falta de claridad para abordar los problemas de los colombianos y generar sus soluciones. Salidas en falso; propuestas descabelladas; ofrecimientos desbordados; promesas imposibles de cumplir; actos histriónicos que terminan en ridículos monumentales; reculadas públicas ante la aceptación de los errores cometidos en caliente; desafueros, insultos, persecuciones, amordazamiento de opositores; etc., hacen parte de un gran inventario de manifestaciones de impaciencia del presidente Santos, ante una oposición carismática cuyo poder es incalculable.
Y a medida que pasa el tiempo y que el Gobierno actúa, habla o vocifera, su prestigio disminuye y su credibilidad decrece. Porque el tiempo, en su sabiduría, ha develado la carencia absoluta en el presidente Santos de un valor que es uno de los pilares fundamentales de una sana sociedad: la lealtad. Cada acto, cada intervención, cada acusación, cada conseja, cada persecución y cada abuso de poder del aparato estatal, demuestra con mayor vehemencia la deslealtad del presidente Santos para con su antecesor (y sus electores), quien le puso los votos, le cedió su prestigio y le entregó su confianza, para hoy verlo convertido en su peor enemigo y utilizar las armas más indignas para acabar con él y, de paso, acabar con el país.
¿Qué puede esperar entonces esta Colombia de su presidente, cuando carece de lealtad y fidelidad? ¿Qué pueden esperar, por ejemplo, los cafeteros, los cacaoteros, los transportadores, etc., de las promesas de un Gobierno que ya en la silla presidencial les dio la espalda a quienes le entregaron el poder? ¿Podrá haber confianza en las promesas del presidente, cuando hoy se derrama en acusaciones contra el gobierno anterior, tratando de ocultar que él mismo hizo parte fundamental de las decisiones que allí se adoptaron?
Hay que decirlo con claridad: hoy el país se está consumiendo dentro de sus propias estructuras; hoy el país está ad portas de ser entregado a los criminales de las Farc; hoy el país está sumido en un lodazal de antivalores (empezando por los de su principal dirigente); hoy el país está en gran parte enmermelado con el presupuesto oficial y silencioso por la influencia del dinero y la burocracia estatal. O, si no, preguntémosles a muchos congresistas por qué se declaran santistas en Bogotá y se le arrodillan al poder presidencial, pero salen a sus pueblos a pregonar las tesis uribistas y a embelesar a los electores con la imagen de Álvaro Uribe Vélez. ¿Eso es lealtad? Perece que en medio de este mar de conveniencias personales, absorbieron el peor defecto de su presidente, el cual es tal vez imposible de superar.
Y adicionalmente, existen voces que claman porque la oposición tenga que guardar silencio y reclaman porque, utilizando los escasos medios de comunicación masivos a los que puede acceder, hace uso de su derecho fundamental de la libre expresión. Tal vez lo que existe en el país político gobiernista actual es pánico a Uribe. ¡Y tienen razón de sentirlo! Es un contendor difícil de derrotar.
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