Anita, llegó a consulta como otras veces: cabizbaja, silenciosa y con la voz entrecortada, expresó: “Que ya no sabía que más hacer, que su dolor era muy grande y que lo único que quería en su vida, era volver a ver a su hijo muerto” Tres meses han pasado dese esta trágica muerte, y todavía no quiere aceptar que su hijo no está y ya no le volverá a ver, ni a sentir; dolorosa verdad, que impide siquiera un atisbo de esperanza.
Tan difícil es aceptar la muerte, como el tratar de comenzar a vivir sin los seres queridos, es transitar por un camino espinoso y arduo, que está sembrado de desesperanza, desolación y desorientación. Un testimonio de un padre, respecto a esto último se refería a su pena así: “No sé qué hacer, mi vida giraba alrededor de mi hijo, hacer tareas, jugar, ir a hacer las vueltas de la casa, siempre juntos, yo ya no sé cómo hacerlas sin él, todo me lo recuerda”.
Y es que lo que más aflige de la muerte es el constante recuerdo, todas las cosas; los sitios, tienen historias que contar, y nunca serán iguales, algunas personas manifiestan que quieren deshacerse de los objetos que compartieron en tantos momentos, tanto que optan por guardarlos por un tiempo o los regalan a amigos o familiares. Antes de regalar algunas cosas de su hijo, una mamá, decidió reunir a algunos familiares y amigos, y contó en una narrativa dolorosa y dramática, algunas historias de los libros, discos, cachuchas que su hijo coleccionaba, el ambiente era tenso y significativo, no obstante permitió a esta madre comunicar su dolor y recibir el afecto y la ternura de todos los que se habían congregado a su alrededor para compartir esta íntima experiencia de aflicción.
Hay tantas cosas y sucesos que cobran importancia después de la muerte de un ser querido; antes de que ésta toque a la puerta de cualquier familia, hay momentos que se viven con cierta indiferencia, sin mucho compromiso, sin embargo, es a partir de estos sucesos que se comienza a hacer reflexiones y hasta cambios de los comportamientos de algunos de los integrantes de la familia.
La muerte, enseña si se está en condiciones de aprender -por supuesto que no inmediatamente- es poco a poco, paso a paso, aunque es un lástima que esos aprendizajes que emergen durante el proceso de Duelo, no se hayan hecho en vida de los seres queridos. Y es que la ausencia marca, deja una huella indeleble en la memoria emocional y en la historia personal y familiar, de quienes se afligen por la partida de un ser querido, más aún si es un hijo, y si como expresan algunos padres no había tenido la posibilidad de vivir más tiempo.
Alguna vez leí, que con la muerte de un hijo se afecta y se muere un poco del futuro que se tenía pensado compartir y entre ese futuro se encuentran las ilusiones, los deseos, las metas que se soñaba podían vivirse acompañados, con orgullo por lo logros conseguidos. Algunos padres inclusive al pensar en esta situación se cohíben de ir a celebraciones de personas cercanas con el fin de no ver la alegría en los rostros de los otros, alegría que según sus palabras a ellos les ha sido negada.
Y existe el Duelo por los niños que no se alcanzaron a conocer, mueren sin que haya historias construidas para narrar, ni la risa, ni el llanto, ni los juguetes regados, ni esa tierna fragilidad de piel para abrazar y acunar. Es el Duelo por lo que no se alcanzó a vivir y que deja desolación en todas las personas que alrededor de los padres, también estaban esperando tener en sus brazos ese milagro que se llama vida.
La muerte de un hijo es uno de los dolores más devastadores que puede llegar a sentir un ser humano, diversas emociones hacen su aparición, es como si surgieran de un torbellino que sin ninguna compasión arrastrara la poca o mucha paz que hasta ese momento se hubiera construido. Es un hecho que difícilmente se cree y menos aún, se acepta. Por ello algunas familias tardan en hacer realidad la pérdida y esta negación aplaza el afrontamiento del dolor y de las demás emociones que están relacionadas con la ausencia del ser querido por el deceso.
El estar en Duelo requiere de algunos cuidados familiares y personales, con el fin de ir aliviando la pena, entre ellos la escucha activa y respetuosa de los que acompañan, dejar que el llanto se manifieste, sin juzgar, minimizar, ni justificar. Al respecto, es común escuchar en los rituales funerarios, comentarios de personas que sostienen, que es mejor no llorar para que la persona fallecida pueda descansar en paz, y esta creencia inhibe y coarta la expresión de las emociones y sentimientos que emergen en esos momentos.
Finalmente, es necesario tener en cuenta que la muerte de un hijo marca un antes y un después en la vida de los padres y es una pena que va unida a una desgarradora sensación de despojo.
*Psicóloga fannybernalorozco@hotmail.com Profesora Titular Universidad de Manizales
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