Para hablar sobre el poco cuidado que le venimos dando al centro de Manizales, pensé que la columna pasada ("El lugar de la memoria" del 12 de mayo) sería suficiente. Hasta que apareció la noticia sobre el cierre del café La Cigarra y con ella resurgió el impulso para escribir sobre lo mismo. Tal vez sea una actitud ya pesimista y repetitiva que busca preservar, al menos en palabras, lo que en definitiva no quiere preservarse.
El centro, como lo vimos antes, no es simplemente una zona de la ciudad que tiene valor por su sola belleza o antigüedad. Se trata de un lugar que cumple un papel crucial en la construcción y conservación de nuestra memoria y de nuestra cultura. Así pues, si decimos que el cierre de La Cigarra es el reflejo del abandono del centro, tendremos que insistir que en parte es también un reflejo de darle la espalda a lo que somos y a lo que hemos sido como comunidad.
Para explicar la desaparición de La Cigarra, así como la de otros sitios emblemáticos del centro, nos hemos acostumbrado a una misma justificación. Que las exigencias de la economía no dejan otra salida a los propietarios y que los compradores e inversionistas que aparecen, aún reconociendo el valor cultural del lugar que negocian, se ven en la obligación de emprender algo más productivo y más acorde con unas dinámicas económicas que llaman "nuevas".
Lo cierto es que esta justificación es más débil de lo que se cree. Su fuerza reside no tanto en su sustento técnico sino en la facilidad con la que se suelen asimilar sus razones. No es lo irrefutables que resulten las exigencias económicas sino la falta de creatividad y recursividad por la que jamás se imaginaron otras salidas que defendieran el centro. Al parecer es una justificación que tiene éxito porque disimula bien, entre tecnicismos y datos contables, la actitud que los manizaleños en general han adoptado, desconociendo por completo el valor cultural que tiene este lugar.
Se perdió la fe en que el centro tenía una magia especial para contener nuestra memoria. Así fue como nunca construimos planes efectivos que permitieran conservar esta parte de la ciudad. Nunca implementamos instrumentos de planeación con los que se habría promovido un comercio que impulsara su valor cultural en vez de anularlo. En todo este tiempo jamás pensamos en el centro como algo digno de conmemorar, simplemente lo vimos como un conjunto de espacios admirables por su arquitectura, de inmuebles apetecidos por sus dimensiones y su ubicación, de suelos tan valiosos como valorizables.
Y es que abandonar el lugar de los recuerdos es un plan efectivo si lo que deseamos es olvidar. Somos como ese desengañado que opta por no volver a ir al lugar donde su amada lo abandonó, pues visitarlo de nuevo significaría recordarla y, sobre todo, repasar los errores que lo condujeron al dolor. Así fue: decidimos olvidar un pasado incómodo, y para eso abandonamos al centro -y a La Cigarra- como lugar de la memoria; apenas lo seguimos visitando como el lugar de los casinos y las misceláneas.
Ni el centro ni sus sitios olvidan, por más que queramos olvidar huyendo de ellos. La Cigarra, podríamos decir, mantiene latentes las historias que por allí pasaron en cada una de sus mesas. Lo que sucede es que se está volviendo ajena, se nos cierra, pues con nuestra actitud hemos levantado una barrera invisible que si bien nos permitió visitarla, nos impidió leerla, regresar en el tiempo, oír lo que nos quería decir, comunicarnos con toda la ciudad, defenderla. Y hoy está a punto de desaparecer.
Nuestra memoria ha estado ahí, nadie la ha robado, pero no la queremos usar, ni siquiera para no repetir los errores. Los chismes, las componendas y las discusiones que nos labraron siempre estuvieron en La Cigarra, los que iban y venían eran los interlocutores; iban y venían hasta de épocas distintas, pero los chismes, las componendas y las discusiones seguían ahí.
Dicen que para saber qué era lo que estaba pasando en la ciudad, y para echar discurso en contra o a favor del momento, bastaba con ir a La Cigarra. Seguro los caldenses de hoy y de mañana encontraremos otro lugar para hacer lo mismo, pero lo haremos desmemoriados, sin conciencia de lo pretérito; nos será más difícil saber si los de ayer eran los que tenían la razón o fueron los que la embarraron. ¡Qué más da! Esta es la comunidad sin memoria; no toma tinto ni alega con su pasado.
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