¿Qué se esconde detrás del ropaje de las palabras? ¿En qué se sustenta la llama que produce incendios metafísicos, qué espacio tiene su fuerza ígnea, cómo son los rescoldos en donde yacen tantos cadáveres de letras? El que habla y el que escribe sienten unos fogonazos que no calcinan, antojos en ebullición, un aguijón que sangra la piel y pone en calistenia las energías del alma. Los labios y las manos son apenas instrumentos de esa fuerza inmaterial, soberana y exigente, que desde muy adentro nos subyuga y pone a su servicio los talentos que Dios nos confirió. El orador es un exhibicionista. Ama el estrépito, lo seduce la vitrina, se engolosina con las aclamaciones. Para él, los aplausos coronan las exigencias de su ego. Escribir y hablar se convierten en necesidades fisiológicas. Si el escritor para cumplir sus itinerarios urge de la soledad, el orador demanda la presencia de las multitudes que se contagian de su entusiasmo. En cambio, el músico, el pintor, el ensayista, el poeta, requieren del aislamiento para ingresar al mundo incorpóreo de la inspiración. El que nació para la tribuna se transforma en el ágora, con deleite se incrusta en el fragor de la plaza pública y le encuentra encanto irresistible a los balcones. La palabra se transforma en una palanca milagrosa que abre confines en el infinito espacio de la imaginación, y se fecunda en ese amorfo sentimiento del pueblo que premia con su adhesión a quienes, mediante el verbo, sintonizan sus aspiraciones. El orador es esencialmente un emotivo, con una sensibilidad que le estimula la fantasía, abriéndole linderos infinitos. Es un ególatra con un yo supervalorado que cuida la fluidez de su estro y finalmente la desborda en una prosa aérea, bien con chasquidos marciales como la de Hitler, ondulante y poética como la de Moussolini, y aquí, en nuestro medio, liviana y adornada en Fernando Londoño, hiriente y hermosa en Silvio Villegas, profunda y fértil en Gilberto Alzate Avendaño.
El orador es un hacedor de historia. Los grandes profetas, los fundadores de religiones, hicieron del lenguaje un surtidor de verdades que le marcaron el camino a la humanidad. En Jesucristo la palabra tenía potencia de milagro. A Lázaro le devolvió la vida; atajó los pedruscos, de una turba enfurecida, que iba a linchar a la Magdalena; hizo de unos hombres rudos e ignorantes, predicadores insignes; convenció con sus homilías sustentadas en principios vivificantes. La palabra traslada montañas, aumenta o suspende el fluir de las cascadas, convierte el agua en vino, es esplendor en un cielo traslúcido, alarga los ocasos y anticipa las auroras. Enardecían a sus ejércitos las cortas arengas de Napoleón y Bolívar, anticipo emocional de las victorias. Hablar fue el primer verbo de la creación. Sin embargo, es efímera la proyección de la palabra.
El escritor tiene dimensiones intemporales. Si la palabra vuela, inaprensible y fugaz, la pluma enraíza y profundiza. El orador es lanzado y sonoro, el escritor tímido e introvertido. Gusta de la soledad, del solsticio aislado, para extasiarse en ese mundo artificial que crea con paciencia. Es incompatible el silencio que es germinación, con el ruido que anarquiza. El buen escritor busca el por qué de las cosas. Observa, indaga, escruta, analiza, examina, medita, despeja interrogantes. Dura años el embarazo de un libro. García Márquez degusta primero los argumentos que rondan en su cerebro, los mima y los sazona y, por último, con morosidad de artista, incomunicado en torre ebúrnea y en tiempos largos, da forma y retoca ese alumbramiento. Marco Fidel Suárez por mas de dos quinquenios estuvo puliendo su Oración a Jesucristo. Ese culto a la perfección, en la esencia y en la forma, llevó a Shakespeare a confesar con envanecida jactancia: "Mis versos se leerán mientras haya seres humanos que respiren, y han de durar más que los yelmos de los tiranos y sus sepulcros de metal".
El escritor perdura más que el orador. Cuántos tribunos sorprendieron a sus pueblos con el don de la elocuencia en los últimos cuatrocientos años, pero ninguno ha logrado la intemporalidad de Cervantes con la historia del errabundo Don Quijote. Sobrevivir a la versatilidad del tiempo, superar el relampagueo efímero de la fama, permanecer, encunarse en la memoria de la gente, es el gran reto del escritor. Aquilino Villegas dijo que había que "escribir con sangre". Y Félix Grande en un homenaje a Ernesto Sábato expresó que "las palabras son criaturas vivas y sangran". Todo lo que uno hace, finalmente, lo arropará el olvido. Lo que escribimos tendrá un aleteo de libélula, de vida momentánea. También los libros son efímeros. Solo los genios perduran.
Escribir es un placer onánico. Es una autosatisfacción que da descanso. Es una descarga. Nada más grato que esos cortos encerramientos para parir esa criatura que puja por liberarse, después de cumplir un proceso de gestación. Lo que se escribe es un testamento de rabias trabajadas en prosas alacranadas, de cariños aliñados con hipérboles, de vivencias, buenas y malas, de un peregrino. Escribir es una audacia intelectual.
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