El país ha vuelto a poner los ojos en los campesinos, se ha dignado a mirarlos con ese tono peyorativo y arribista de quien cree observar desde arriba hacia abajo, con una superioridad moral falsamente sustentada en una prepotencia ilustrada que se alimenta de la desigualdad en el acceso a las oportunidades.
En estos últimos días hemos tenido dos imágenes muy poderosas de nuestro campesinado. La primera, la del campesino cansado del abandono del Estado, de la exclusión, de la falta de oportunidades; que decide protestar porque no queda otra opción, porque durante años ha sido ignorado, marginado, excluido. Esos son los campesinos cafeteros, los del Catatumbo, los mineros artesanales. Están llenos de motivos para exigir mejores condiciones de vida. Sin embargo, sus reivindicaciones se ven opacadas por todos aquellos que durante años los han oprimido, los grupos armados, el Estado, los políticos, todos buscan en sus justas demandas motivos para seguirlos usando, ignorando y maltratando.
El argumento del Gobierno para desconocer sus reclamaciones es que se encuentran infiltrados por grupo armados, que los están usando para hacer política. Por su parte, los ilegales se aprovechan de sus condiciones de exclusión y de pobreza para justificar y aceitar su mecanismo de lucro y desestabilización política, apelando a todas las formas de lucha. No es un secreto que los campesinos en el país tienen que convivir con los grupos armados ilegales, en muchas zonas ellos constituyen su organización social de facto, también están agotados de esta situación. La protesta es un mecanismo democrático válido y necesario, la violencia no, sin embargo, el Gobierno no puede apoyarse en el uso de esta última para seguir desatendiendo sus necesidades básicas, hacerlo es mantener la hegemonía social, política y económica de los grupos armados en estas zonas.
La segunda imagen es la de Nairo Quintana, un joven campesino que tuvo la valentía, el coraje y las ganas de ser un campeón a pesar de la exclusión, los pocos recursos y la burocracia política que se traga los dineros del deporte en los departamentos. Se destacan la humildad de Quintana, no solo por su origen, sino también por su talante. Hoy todos nos sentimos orgullosos del boyacense, tal vez porque reconocemos en él a ese colombiano echado para adelante que puede triunfar, no gracias a su país, sino a pesar de él.
Los campesinos en Colombia son más parecidos a Quintana que a los arrogantes líderes de las Farc, pero los hemos mantenido ocultos, invisibles, excluidos. Nairo Quintana dice que en su cara no se refleja el sufrimiento durante las carreras, que la procesión va por dentro, esa es la clara fotografía del campesinado, a eso se han acostumbrado; y ahora que protestan, que se hacen sentir, nos parece que sus reivindicaciones no son justas porque mezquinos intereses quieren usarlos nuevamente.
La gente del campo es generosa y buena, trabaja de sol a sol y, aunque no ha tenido acceso a la mejor educación, tiene esa sabiduría que se adquiere al observar la naturaleza, si les diéramos la dignidad que se merecen, seguramente tendríamos más Nairos y menos Catatumbos.
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