Sueño de numerosos ejecutivos que se desloman ganando dinero y malviven en las ciudades, es conseguir una finquita o una casa de pueblo para cuando lleguen los años de retiro. (Si llegan, porque a muchos los mata el exceso de trabajo).
Sea por nostalgia de los abuelos pueblerinos o campesinos, cuando aún no se avergonzaban de ellos en clubes y reuniones de alto nivel. O cuando bajan del avión para ir al campo, alimentan la ilusión de dejar afanes, bullicios, tensiones, cócteles, trancones, contaminación y todo lo que hace odiosa la ciudad, para respirar aire sin estrenar, tomar café en la plaza, hablar con gente sencilla, tener flores y ver montañas, en un verano idílico y eterno, piensan.
Algunos, incapaces de salir espiritualmente de la ciudad, construyen fortalezas campestres con prados que parecen tapetes y muros tan altos que el sol entra como a las diez. Adentro, lujos, extravagancias y abundancia electrónica que riñen con el entorno. Esos quedan en el limbo, porque salen de la urbe pero no llegan al campo.
Los pueblos alimentan ese sueño dorado, pues la gente de ciudad los visita en tardes dominicales. A esa hora dejan una imagen bucólica que contrasta con la balumba de calles y edificios del diario padecer.
Pero no ve cómo al caer la noche el centro se transforma en antro. Las apacibles fuentes de soda y los tradicionales cafés vespertinos devienen en tenebrosos locales nocturnos, de donde brota un ruido infernal que vomitan gigantescos bafles, estremeciendo el suelo y haciendo imposible el descanso en varias cuadras a la redonda.
Si fuera un negocio, vaya y venga. Pero son docenas y el escándalo es proporcional a la cantidad.
La razón es sencilla: todos compiten por atraer a una clientela casi toda adolescente, ávida de rumbear duro, mostrar quién es más varón al aguantar más trago –u otras cosas- y protagonizar batallas campales a puño limpio, botella voladora, puñal y uno que otro disparo. Ni en la ciudad se ve algo así, con el agravante de que en el pueblo es hasta el amanecer.
Tal es el ambiente un fin de semana, y otro también. En ese pueblo, en el de allá y el de más allá, sin importar categoría, sea municipio, corregimiento, vereda o caserío.
Y en todos sucede con la alegre connivencia de alcaldes, inspectores y policías. Todos a una ignoran o hacen caso omiso de los estatutos antirruido: aquellos porque están comprometidos desde la campaña con los dueños de los locales, cuando no es que tienen uno; estos porque reciben gabelas para proteger los negocios, sin importarles si la población entera queda desprotegida ante ellos.
Y cuando las cosas se salen de cauce, los parranderos se matan sin que aparezca patrulla, o si aparece, es un espectador más de la escena. Si el asunto trasciende a la prensa, lo cual raramente ocurre porque el corresponsal no trasnocha, sale el alcalde a decir que eso fue cosa de jóvenes, como si estos derramaran menos sangre o fueran menos dañinos.
Pero, ¿ejercer autoridad? ¡Cuándo! Si la única noción que tienen mandamases y policías de pueblo es que pueden abusar de ella, jamás ejercerla.
Y aun cuando son proclives a la novelería, el esnobismo y lo foráneo que tratan de implantar para posar de progresistas, no se les ocurre copiar lo que es ley intransigente en Europa: locales nocturnos insonorizados. Así el escándalo reviente tímpanos adentro, afuera no se siente ruido. Pero no, eso espantaría una clientela que no concibe divertirse sin fastidiar al resto.
Entre tanto, las plazas se degradan y son invivibles. Las familias tradicionales se van a la finca y malvenden casonas solariegas de deslumbrante belleza, que al poco tiempo son demolidas para levantar supermercados. Así los pueblos se convierten en desapacibles remedos de la ciudad, con todos sus vicios e incomodidades, sin ninguna de sus ventajas.
El sueño de retiro apacible podría reducirse a cambiar de pesadilla. A menos que el ejecutivo deponga sus ínfulas de vivir en el marco de la plaza y compre alguna casita modesta en las afueras.
Hay que "buscarle la comba al palo", antes de que el ruidoso progreso llegue al último rincón del pueblo.
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